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        EN VERDAD (DÁMASO ALONSO)

Los ojos, grandes, ojos
que parecen tentar. Ancha se ve la frente,
hoy que esparcida está en la luz tranquila,
posada, sobre el hervor profundo.
Pálida su mejilla. ¿Callada? Aún su forma de niño
ha avanzado hasta aquí. La boca, abajo,
parece que aún pronuncia los nombres: «Madre; la luz; el sueño;
quiero dormir». Dormir... Pero sus ojos hondos velan, palpan.
Solicitan. Ah, cumplida verdad que un soplo inunda.

Porque este que aquí miráis con fondo madrileño,
nació, risueño un niño, junto al Madrid del Austria
en Madrid popular, y asomó pronto
por la Cava o subió hasta Palacio,
donde juegan los niños en el jardín de Oriente,
frente a la gravedad velazqueña del fondo,
en grises claros que sus ojos copian,
mientras la boca en burla juzga o ríe.

Después la adolescencia, no la turbia «loba»,
pero la clara fuerza en vida hirviente,

frente a los serenados ojos pensadores
—a veces una tristeza mate en su hondo celo.
Con un brillo levísimo,
delicado, que en la palabra da. Y un iris vuela.

Aún le recuerdo, en altas noches
de la ciudad, con frío y ciencia,
mirar largo, cual si la recogiese o sepultase
en su pecho. Y allá perderse
en otro amanecer.
                  O era a la inversa:
Desde el amanecer
salir a luz, entre pinar, cantueso,
por entre las encinas, rozando jaras,
pisar el monte vivo, con pie firme y marchar,
marchar, subir esa ladera,
correr esa cañada, desembocar en llano,
ascender al picacho,
divisar la subida del sol, el ave grande,
las alas grandes que a veces un instante
ponen sombra en la frente,
y allí la libertad, el pecho abierto,
los ojos puros en el aire fuerte,
y el canto. La palabra, otro iris
de cumbre a río, o un puente
para el pie de la vida.

La letra enseña o mata.
Pero este vive
en su doble valor. La vida es breve;
justo para decir
Eulalia. Un soplo cierto

que lentísimo pasa, y en él la letra vive,
significa, reduce, ensancha. El campo, eí mundo.
El universo rueda. Un joven ama.

Nada vale mentir. La verdad ávida
fue la enseña de este vivir. No vale gloria
—vivir— si con mentira muere.
Y si de esa frente el campo
desguarnecido está, y si de esos ojos
la luz cansada tras cristales puja,
por su verdad hoy jura la boca misma que besó y aún ama.
La que adujo verdad con ciencia extrema,
como ese brazo tiende su ademán y señala
al hombre y dibuja el contorno,
y definido está, con tristes luces.

¡Basta! Amor contradicción sería
si no fuera una síntesis humana, y el que condena
levanta, y el que calla no juzga
y el que habla perdona y dulce infiere.
Y: «vosotros», o «yo». Lo mismo. Y viven.
Enormemente. Dámaso cual Dámaso.
Macromundo. Total. Que un pecho encierra.

Este que aquí miráis
sus ojos abre. ¿Veis? Es la luz,
la misma luz que redentora sube
desde el niño; que pasa
por los umbrales ciegos donde durmió extendido
—sí, pasaje, verdad—, y sigue y roza
la mejilla callada, la mano lenta que esas hojas dobla,
y la ventana misma por donde ahora ese poniente dulce
se filtra en soplos
hasta tocar los ojos y cerrarlos. Duerme...

Vivir, vivir. Sentidos, pensamientos,
acciones. El mundo; su verdad. La flecha cierta.
Pasada el alma, en pie, cruza aún quien vive.
Y cuando el cuerpo se desplome, el aire
cual Dámaso, empujará la luz de su hondo sueño.

autógrafo

Vicente Aleixandre


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