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              EL TONTO

                        I

Es joven todavía. Allí en el Álamo
tiene la puerta. Y son largos los días. En diciembre transcurren
como noche: apenas desde el zaguán la luz es eco
de sí, o más, su anuncio, sin que ella nunca realidad adquiera.
En su silla le ponen
allí a la vera de la entrada y queda
inmóvil. Los pies torcidos que materia o menos
suponen, se hacen canillas frágiles
—menos que un bracito de niño— y suben, medran,
pasan apenas en rodilla inerte, y horizontales siguen
hasta dar en el hueso
sacro, y en él aún transparecen.
O así se creería. Ropas simples:
lienzo solo, bandera a un aire, y dentro ¿nada?
Oh, dentro, erguido,
un latido y, después, casi solo un sistema
de venas pobres que una sombra empujan.
Y encima está ese rostro,
sobre ese cuello, y encima están los pelos.
Y todo sin pesar se dobla en silla.

Y suavemente alienta, y no son horas,
sino el presente sin final: un día,
un día solo. Y en los ojos vese,
cuando él los alza, impreso el tiempo inmóvil
como en un perro. Y su expresión se atrista
si alguien se aleja, y allí se animaliza
la luz, y cae. Y él duerme.

                        II

En junio el día es largo. Fuera le ponen desde prima hora.
Contra el muro su silla. El sol, hermoso.
Y él siente el viento suave
orear su frente, rozar sus ojos quietos,
besar acaso —aunque lo ignore— el labio.
Abierto el ojo, la pupila enfréntase
con masa verde, y toma, toma lento
allí su campo; en él ingresan sombras,
hojas variables de los finos chopos,
luego una piel rayada, el lomo tenso,
después un son, un paso triste de mujer: las olas.
¿Las olas? Tierra y reluz, y en el azul las aves.
Dardos las alas, y un piar. Y él siente
pasar el blanco, el negro, el gris. Y todo
bañado en amarillo. Esplende el campo
en los ojos inertes, y queda impreso
como un curso parado: instante súbito
que eternidad hubiera al fin pedido,
hallado. Por lá mano de un dios, allí estrellada.

                        III

En junio el día es largo.
Pero termina. Y una mano arranca
la silla a su quietud e ingresa en sombra. El mira
o ve, o se copia
la noche del interior. No hay interior: no existe.
Tinieblas exteriores o luz externa. Campo
sin variación: y él duerme.
Sumida boca: alienta. Solo aliento
es el sueño. Y él descansa.
¿De qué? Prolonga su vigilia
dormido. Como despierto duerme.
¿Soñar? El sueño es curso. Y él no pasa.

Primero el pelo, luego
la frente inmune.
En seguida las cuencas, la arrasada
mejilla, el vano triste.
Más abajo la espiga seca, el tronco, el lienzo.
Después el forro suave que llega abajo. El pie:
su garabato mínimo, y por su punta vuelta, el tacto, el tiempo: un orbe
que pasa y rueda, y cuenta.

                        *

Manuel se llama. Treinta y dos años. Hijo de Juan
y Luisa. Pelo, castaño. Ojos,
al pelo. Boca —aún— regular, nariz...
Y algunas señas particulares.

autógrafo

Vicente Aleixandre


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Cap. II. El pueblo está en la ladera