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        EN LA ERA

El chicuelo ha salido. Durmió, durmió en la era.
Su rizosa cabeza descansó entre la paja: en lo rubio lo oscuro.
Como un fruto nativo, que delicada cubre
esa masa amarilla, casi volante, y quieta...
Allí suelto ese cuerpo como un don, reposado,
allegado a la noche, bajo las altas lumbres.
Polvo, tamo de estrellas, con el bieldo arrojado
y allí aéreo aún, brillante.
El chiquillo dormita, duerme fuerte: es aún joven.
Más que joven: un niño. Lisa su cara, breve
su corpezuelo suelto, desnudo el pie, y la pana,
corta, cubriendo apenas la infantil pierna extensa.
Se levantó temprano, salió: el sol aún oculto.
Allá abajo las bestias. El con su vara: ¡Hala!
Signo verde en el aire. Y el carro, una mies viva.
Más allá los rodales. El niño trilla: engancha.
Bate la vara: ¡Hala! Como en nieve amarilla.
Allí los cuarzos rompen las espigas cargadas.
Crujen los tallos, quiébranse y heridor suena el trillo,
la tabla que navega sobre ese mar domado,
sufrido. El niño, coronante, bracea.
Los mulos casi ardidos en corceles se apuran,
rojo el sol quema, y arde ese cabello y suda
ese pecho y empapa la tela rota, y ronco
sale el grito: «¡Lucero! ¡Leal!» Y el tronco vuela.

La jornada no acaba. El niño fue ese infante
casi mítico, casi sobre un mar dominado,
con tritones y concha: un Neptuno, y las olas.
La mañana era joven. Largo el día. El sol fuerte.
Y a la noche era un niño, solo un niño cansado,
estrujado. Y dormía.
Y la espuma —la paja triturada, ahora obrada—
recogía esa masa. Las estrellas, arriba.

autógrafo

Vicente Aleixandre


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Cap. II. El pueblo está en la ladera