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            EL AMOR IRACUNDO

¡Te amé, te amé!
Tenías ojos claros.
¿Por qué te amé?
Tenías grandes ojos.
Te amé como se ama a la luz furiosa del mediodía vibrante,
un estío que duele como un látigo rojo.

Te amé por tu cabello estéril,
por tus manos de piedra,
por tu cuerpo de hierba peinada por el viento,
por tu huella de lágrima sobre un barro reciente.

Te amé como a la sombra,
como a la luz, como a los golpes que dan las puertas movidas por el trueno.
Como al duro relámpago que entre las manos duda
y alcanza nuestro pecho como un rudo destino.

Te amé, te amé, hermosísima, como a la inaccesible montaña
que alza su masa cruda contra un cielo perdido.
Allá no llegan pájaros, ni las nubes alcanzan
su muda cumbre fría que un volcán ha ignorado.

Te amé quizá más que nada como se ama al mar,
como a una playa toda viva ofrecida,
como a todas las arenas que palpitantemente
se alzan arrebatadas por un huracán sediento.

Te amé como al lecho calcáreo que deja el mar al huir,
como al profundo abismo donde se pudren los peces,
roca pelada donde sueña la muerte
un velo aliviador como un verde marino.

La luz eras tú; la ira, la sangre, la crueldad, la mentira eras tú.
Tú, la vida que cruje entre los huesos,
las flores que envían a puñados su aroma.
Las aves que penetran por los ojos y ciegan
al hombre que, desnudo sobre la tierra, mira.

Tú, la manada de gacelas, su sombra.
Tú el río meditabundo o su nombre y espuma.
Tu el león rugidor y su melena estéril,
su piafante garra que una carne ha adorado.

¡Te amo; te amé, te amé!
Te he amado.
Te amaré como el cuerpo que sin piel se desangra,
como la pura y última desollación de la carne
que alimenta los ríos que una ira enrojece.

autógrafo

Vicente Aleixandre


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III