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          EL DERRUMBAMIENTO
              SEGUNDA PARTE
                      IV
                TEMPESTAD

Domador sin desmayo,
de cada nube en los inflados senos,
hace chispear la férula del rayo
por sobre la jauría de los truenos;
y a lo largo de toda la montaña,
los nubarrones en visión extraña
se van fijando sobre cada cumbre,
cual si fuesen las tiendas de campaña
de una conquistadora muchedumbre...
Entre los tempestuosos paroxismos,
el ágil rayo, que al vibrar rebota,
se contrae veloz, lanza una nota,
estalla... y se retuerce en los abismos,
como una cuerda que saltara rota.
Húmeda, lacrimosa y plañidera
sopla una racha.
                              En tanto
ruge el trueno con voz de madriguera;
y se anuncia en la atmósfera de espanto
tras del viento la lluvia, a la manera
que tras de los suspiros viene el llanto.

Llueve... Llueve... ¡Diluvia!
                                              Un rayo, lejos
ha incendiado la selva: se ilumina
el horizonte en cárdenos reflejos.
¿Quién, presa del horror, no se imagina
el elocuente cuadro?
                                      Arden las ramas,
a manera de brazos retorcidos
con desesperación; ágiles llamas
desanudan sus bailes de serpientes,
entre los abanicos sacudidos
del viento arrollador; chocan los dientes
del tembloroso pánico...
                                            Diluvia.
Diluvia siempre más; y los torrentes
robustecen su vena con la lluvia.
Hasta que, al fin, la cumbre dominante
estremeciose; y el hogar, que un día
sobre un derrumbe levantó el trabajo,
al golpe del alud crujió un instante,
arrancose de cuajo
tal como un corazón se arrancaría,
y fue entre el polvo a sepultarse abajo.

                              *
                            *   *

¡Ah! con qué asombro contempló el salvaje
el derrumbe mortuorio, a la manera
que se mira en la gloria de un paisaje
aparecer de súbito una fiera...
¿Qué pensó? ¿Qué sintió?
                                                Cual sombra extraña
desató rapidísima carrera,
por entre el espesor de la montaña...
Halla de pronto al fraile misionero,
que, alzándose en mitad de su sendero,
como una aparición, dícele el nombre
que le diera su fe: —¡Juan Santos! —clama.
Y el indio respondió: (No era voz de hombre
sino la de una fiera cuando brama).

—¡Juan Santos ya no soy! iSoy Apú-lnca!—
Y echándosele al cuello
le arroja a tierra: el fraile que se hinca,
pone en sus ojos celestial destello;
pero el indio le grita que él ha sido
quien le arrancó del bosque, quien le ha hecho
abandonar por la ciudad su nido,
quien con un falso amor rasgó su pecho,
quien se ha gozado en verle escarnecido,
quien a su raza arrebató el derecho...

¡Y la sangre hizo un charco en el boscaje;
y, sobre su cristal sin transparencia,
reprodujo la faz de aquel salvaje
como si hubiese sido una conciencia!

autógrafo

José Santos Chocano


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