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        DE LA VIGILIA ESTÉRIL

                  I

No voy a repetir las antiguas palabras
de la desolación y la amargura
ni a derretir mi pecho en el pomo del llanto.
El pudor es la cima más alta de la angustia
y el silencio la estrella más fúlgida en la noche.
Diré una vez, sin lágrimas, como si fuera ajeno
el tema exasperado de mi sangre.
Todos os muertos viajan en sus ondas.
Ágiles y gozosos giran, bailan,
suben hasta mis ojos para violar el mundo,
se embriagan de mi boca, respiran por mi poros,
juegan en mi cerebro.
Todos los muertos me alzan, alzándose, hacia el cielo.
Hormiguean en mis plantas vagabundas.
Solicitan la dádiva frutal del mediodía.
Todos los muertos yacen en mi vientre.
Montones de cadáveres ahogan el indefenso
embrión que mis entrañas niegan y desamparan.
No quiero dar la vida.
No quiero que los labios nutridos de mi seno
inventen maldiciones y blasfemias.
No quiero a Dios quebrado entre las manos
inocentes y cárdenas de un niño.
No quiero sus espaldas doblegadas
bajo el látigo múltiple y fuerte de los días
ni sus sienes sudando la sangre del martirio.
No quiero su gemido como un remordimiento.
Seguid muertos girando dichosos y tranquilos.
La espiga está segada, el círculo cerrado.
Sólo vuestros espectros recorrerán mis venas.
Sólo vuestros espectros y este lamento sordo
de mi cuerpo, que pide eternidad.

                  II

A ratos, fugitiva del sollozo
que paulatinamente me estrangula,
vuelvo hacia las praderas fértiles y lo invoco
con las voces más tiernas y el nombre más secreto.
¡Hijo mío, tangible en el delirio,
encarnado en el sueño!
Y es como si de pronto la tierra se entregara
haciéndose pequeña, pueril como un juguete
para caber, ceñida, entre los brazos.
Es como renacer en otros ámbitos
limpios, transfigurados y perfectos.

                  III

Pero mirad mis brazos crispados y vacíos
como redes tiradas inútilmente al mar.
Nada debo implorar para mí en los caminos
porque mi lengua acaba exactamente allí,
en las fronteras simples de sí misma
y su grito se apaga entre los límites
de mi propio silencio.
Mirad mi rostro blanco de exangües rebeldías,
mis labios que no saben de los himnos del parto,
mis rodillas hincadas sobre el polvo.
Mirad y despreciadme. Descargad vuestras manos
de las piedras que colman su hueco justiciero.
Herid. No alcanzaréis la frente inerme
(vellón inmaterial y delicado?
a quien mi soledad sirve de escudo.

                  IV

Antes, para exaltarme, bastaba decir madre.
Antes dije esperanza. Ahora digo pecado.
Antes había un golfo donde el río se liberta.
Ahora sólo hay un muro que detiene las aguas.

autógrafo

Rosario Castellanos


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