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      EL HOMBRE SIEMPRE

Siempre se nos ha dicho: La hora más oscura es la que precede al alba. Cuando la noche se vuelve más negra es cuando mejor pueden verse las estrellas. Nunca se pone más oscuro que cuando va a amanecer. Lo cierto es que un año muere, otro nace. El hombre, entre los años, en busca de la luz, de su luz, corre, va regresa, viene. El círculo perpetuo de la vida y la muerte. Uno y diverso, de perfil, sobre sus sombras, acaba el hombre, empieza, palpitando entre su sangre, llega; naciendo, renaciendo, melodía in crescendo, su locura, su fe, sus osadías lo acosan.

Poseso de su angustia, uno, uno más en el concierto, el hombre cavila, proyecta; enervante se sostiene, avanza, se defiende; desenfunda la paz contra la guerra.

Hombro a hombro, codo a codo, enarbola los sueños de los árboles, la lluvia seminal de su plantío, el centro genital de su coraje, el canto forestal de sus costumbres. Camina noche, sueño, vida. Amanece en horizonte, desplegado. Estrena año, madrugada, aliento, tendido en la playa de su antigua pena.

Frente al largo espesor de su quejido, se reconoce, salta, se levanta; se sorprende, vivifica y lanza, enhiesto, sonreído. Relumbra, se decide, se esperanza, se reúne; finca su alborozo, su alegría o fija en el tiempo sus oídos. Arde de furia en la trinchera, eleva sus puños mal herido, cuenta salud, aire, olvido, quitándole la cara al miedo.

Cara a cara, se encuentra, dialoga en alto con las horas. Canta, se desborda, multiplica, de nuevo cuenta. A pecho descubierto, ofrece cuerpo, vida, alma y suerte.

Aloja su rabia luminosa en las esquinas. Sostiene la mirada de los árboles. Bendice los salmos de las sombras, los imponentes secretos de la niebla, la silenciosa castidad de los cordones, mientras avienta duro el corazón del sueño.

En furia cordial se descontenta ante el hierro, el cemento, la grasa o la tormenta; la tarde, el fragor, el desespero; asido a su hermana gota jornalera, al pan que se esconde en los aleros. Lluvia tras lluvia, el suburbio se subleva. Llueve la grieta, la pobreza, el adobe llueve. Hambrientas, se arrinconan las miradas, se arropan furentes las tristezas; se persignan a gritos los silencios. De repente, estalla, se desata la lluvia entre los sueños y arrasa, intensa, choza, caserío, vereda, ahorro, sementera.

          El hombre siempre, siempre el tiempo. Todo pasa. Todo queda. Irrepetible, el instante perpetúa el camino, algo intemporal que el hombre saborea antes de que pase. La eternidad, deseo de que un instante eterno sea: presente sea, futuro sea. Presente como el mar, como el mar que no se arruga, no cambia, no pasa. Como el mar, presente el hombre siempre. Niño ayer, infante, camino de la vida o de la mar. Desmenuzando las horas de su vida: luz, sombra, sangre, trigo, repulsión, dulzura. Detrás de todo el mar como un caballo desbocado, siempre galopando el mar. El mar irrumpe, bueno para el trabajo y la batalla. El hombre entre la mar, en esta hora de soledad marina, activa aguas puras. De nuevo existe, canta, sueña, cree. Desde los manantiales del olivo, locura al cinto, en lucha con su pena, andando, andando, andando, andando, andando.

Pablo Mora


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