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      QUITAPENAS

Bajé del ómnibus y crucé sin mirar, dando por descontado que encontraría a Medina en el Quitapenas. El Quitapenas se encontraba en diagonal a la terminal de ómnibus, flanqueado por una calle de adoquines, y cuatro o cinco o seis cuadras de casas grises y techos bajos, indiferente al fin de siglo y a los discursos posmodernistas. Medina estaba, como de costumbre, tras el mostrador de mármol, regenteándolo con pocas palabras desde hacía más de dos décadas. Armando un tabaco o llenando la copa de algún parroquiano, con una camiseta que alguna vez fue blanca, soportando su prominente vientre que desafiaba la ley de gravedad.

Las mesas estaban distribuidas sobre las ventanas. Vacías, manchadas de alcoholes y sueños, de cartas nunca enviadas y de adioses malqueridos. Tres o cuatro parroquianos acodados al mostrador bebían en soledad bajo la luz tenue y amarillenta. Intercambiaban miradas cómplices posándolas, cada tanto, sobre los vasos. Medina me observó por un momento con el ceño fruncido, seguido de un seco y leve movimiento de cabeza como bienvenida. La escenografía del Quitapenas no había cambiado en dos décadas. Sobre las espaldas de Medina continuaba la misma vieja estantería poblada de botellas, recuerdos y etiquetas amarillas. Me recosté sobre el mostrador, y sin mediar palabra, Medina puso una botella de vino clarete y me sirvió un vaso. Bebí un trago. No era bueno, pero atenuaba el frío proveniente de la escollera. Desde una vieja radio a válvula, Gardel entonaba "Volver". Ajeno todavía a la tragedia de Medellín.

Nelson Díaz


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