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      LA ADIVINA

Promediaba abril. Precisamente tal circunstancia lo puso intranquilo cuando apoyó los pies en el piso. Sabía que se acercaba el tiempo de los vientos, en la Ciudad de los Vientos y que, según aquella vieja profecía, ese año y en la segunda mitad de ese mes, él desaparecería en una esquina cualquiera que de allí en más sería llamada la Esquina de los Vientos.

Un poco por no tener nada que hacer, otro poco por probarse a sí mismo que tales esoterismos no existían, decidió permanecer en la ciudad y pasearse a horas inverosímiles en las noches de más viento.

Amaneció nublado y por la ventana pudo ver cómo se torcían las amarillas hojas de los árboles. Estuvo inquieto todo el día, le hormigueaba el estómago y la ansiedad le anudaba la garganta. Al atardecer salió de su habitación hosco y huraño, levantó las solapas de su abrigo y metió las manos en los bolsillos buscando un calor que no existía. Caminó una, dos, diez cuadras. En las calles, ocasionales transeúntes se apuraban por llegar cuanto antes a sus casas y en el cielo una que otra pálida estrella se asomaba tímida por entre las nubes.

Fue un instante, un preciso instante en que sintió que el tiempo se detenía, una especie de frío fogonazo le encendió la cara y luego el viento, furioso, helado, arrebatador, lo apretó contra un muro mientras experimentaba una curiosa mezcla de desasosiego y sensación de triunfo. Mil imágenes, como fuegos de artificio, explotaron en su mente y allí, inevitablemente, supo de la vida y de la muerte, del amor y la indolencia, la agonía y el éxtasis.

Hacía frío, los escolares movían los pies para entrar un poco en calor. Serios funcionarios de impecables sobretodos y pelos engominados bostezaban condensando sus alientos en el aire. El Intendente, más serio, más elegante y más engominado que todos ellos, desplegó el papel procediendo a dar lectura al decreto por el cual a partir de esa fecha, esa esquina, la de Lamadrid y Rivadavia, justo frente a Valsecchi, se llamaría de allí en más la Esquina de los Vientos. En un rincón, en la vereda opuesta, una gitana con la piel apergaminada por los años, mostraba su sonrisa adornada por dos dientes de oro, enorgulleciéndose en secreto, una vez más, por otra de sus profecías cumplidas.

Jorge Medina


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