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      ENCUENTRO

Hasta aquel día no había podido saber cual era en realidad su límite. Había intentado todo cuanto estaba a su alcance para entender el real sentido de su existencia. Ahora, una trivial circunstancia lo enfrentaba a la posibilidad de conocerse. Pensó en zafar, olvidar el asunto y enfrascarse en ocupaciones un poco más habituales, pero la tentación era inmensa y estaba al alcance de sus manos.

Para distraerse un tanto encendió el último cigarrillo que le quedaba, no obstante ello no podía evitar el abstraerse en sus argumentos. —Es inútil, reflexionó, tendría que hacerlo, no tenía opción. De desistir, se culparía eternamente por haber desperdiciado esa oportunidad.

Ella lo observaba, entre curiosa e inquieta, al tiempo que intentaba aparecer como aplomada y serena. No sabía porqué ese sujeto que hacía un rato largo la miraba casi como al descuido la atraía inconscientemente.

De repente, algo sucedió, como obedeciendo un mandato inaudible, él se incorporó como accionado por un resorte y se dirigió hacia ella. Lo observó más en detalle: alto, de complexión mediana y con apariencia de indefensión. Escrutó su rostro, casi infantil a pesar de algunas canas que comenzaban a subrayar su pelo. Estaba bien vestido, manos cuidadas, —oficinista— se dijo, interrumpiendo sus cavilaciones al advertir que ya lo tenía frente a sí. El ensayó una sonrisa entre tímida y nerviosa, ella creyó escuchar algo así como un «buen día», preguntándose qué actitud debía adoptar, si levantarse e irse, o pedirle que no la molestara o simplemente ignorarlo. Eligió quedarse sin hacer ni decir nada, se acomodó mejor en la baranda en la que estaba sentada mientras miraba hacia abajo la fila de automóviles que por la avenida se desplazaban en una loca carrera hacia ningún lado.

Hacía algo de frío en el comienzo de ese invierno y el calor del sol cercano al mediodía la había llevado como a él a dejar pasar el escaso tiempo libre que le quedaba en la mitad de la jornada de trabajo.

Él se preguntó cómo haría para proponerle a esa mujer que había elegido, que lo acompañara, así de simple, a ningún lado, sin rumbo fijo. Que el día estaba espléndido y tenía unas inmensas ganas de hablar con alguien, de contarle su vida, de explicarle que ya no quería estar sólo. Que tenía un montón de historias para narrarle y que quería compartir con otra persona las agudas conclusiones de sus soliloquios. Que ella era la elegida, no sabía exactamente porqué ni en qué preciso instante había decidido tal cosa, pero algo le decía que tenía que estar junto a ella. No existía deseo ni el afán de conquista, era solo el corolario de días y noches en que se decía que ni bien la encontrara se decidiría por explicarle lo que racionalmente no tenía explicación.

Sin porqué, ella percibió todo aquello de aquél extraño que se le acercaba a punto ya de tenerlo a escasos centímetros de su rostro, simplemente se limitó a sonreírle, apaciblemente, mientras lo miraba a los ojos. Ignotos transeúntes observaban sin ver esa escena que parecía común, sólo una pareja más sonriéndose.

De repente algo ocurrió, descuidadamente o por la propia tensión de la situación, ella se desplazó hacia atrás, sin advertir lo angosto de la baranda del puente vial. La sonrisa se trocó en pánico y una mueca de incredulidad se le estampó en el rostro. Su espalda no encontró mas apoyo que el aire e inició la fatal caída en vertical. El sólo atinó a dirigir sus brazos hacia ella y cuando terminó de parpadear la vio tendida abajo, en la acera, al tiempo que oía el chirriar de los neumáticos de los autos que se afanaban por no arrollarla, aunque ya era en vano. Cien dedos lo señalaron acusadores y las voces que les correspondían aullaban a coro: «fue él, el la empujó, yo lo vi. Asesino...!!». Las sirenas aturdían sus oídos mientras que un obeso oficial clavaba sus dedos en su brazo conduciéndolo al patrullero policial.

Jorge Medina


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