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    CIUDAD

Son de nuevo las ocho.
Mientras voy al trabajo
en metro, como siempre,
me entretengo mirando mi reflejo
en la ventanilla del vagón.
En la oscura suciedad del cristal
mi rostro tiene un aire de ser intemporal y misterioso.
Prefiero las polvorientas ventanillas del metro
o los escaparates de las tiendas
a los espejos.
Hace años que no miro directamente mis ojos en un espejo.
Son de nuevo las ocho y un minuto.
La próxima estación será la mía.
Cuesta apearse siempre en la misma estación,
acudir al trabajo,
mantener la cordura,
no extraviarse.
Las ocho y dos minutos de qué año, no importa.
El tiempo va pasando
y el dolor nos visita día a día
y hay que ver cuánto cuesta
mantenernos en pie,
zarandeados por este traqueteo insoportable,
sin perder el equilibrio,
la cordura,
nuestro rostro emergiendo transfigurado
en las oscuridades de cada túnel
para acabar sintiéndonos los mismos,
día tras día,
y acudir al trabajo,
y no bajarse en cualquier estación
sino siempre en la misma,
y regresar a casa,
siempre regresar.

Este siglo comienza a hacerse interminable.

Irene Sánchez Carrón


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