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  HISTORIA DE LA NOCHE
  Fragmento I

Aciago y escorias
tocan el cuerno del horizonte,
aderezan el grácil relieve del atardecer
y los quejumbrosos rastros vacíos
de los míseros seres que duermen.

De pronto, pareciera
que en la envergadura de este recinto,
todo fue una terrible errata.

Apresurados códigos de hojas secas
y extáticos cartílagos cristalinos
que otorgan sentido al tacto,
imitan opacas diademas que duermen
desgranadas como un huevo roto
sobre el emblema de las vigías;
y así, todo un derrumbe de polen
asigna al ocaso solemne de la vida
un amargo altar amarillo,
para que nadie insista,
para que nadie sueñe.

En el torso seco de las colinas,
los campos de guijas y sin cultivos,
en el vientre odóntico de las minas
y el borde ubicuo de los océanos,
el hombre de otros utensilios
y dialectos encumbrados a la neblina
se desflora con el fonema de otras voces
y tumba con su catedral de acero,
en un vicio espiral, infinitamente,
a la mesa dental de los combates.

Y sin saber por qué calló,
por qué se equivocó de Edén,
de pronto,
él, ya no existe,
él, ya no es.

¿Quién dijo guerra
y mandó a otros hombres
a danzar en las hogueras?

Sus volátiles nombres serían herrados,
con el zumo de las siniestras banderas
en las enroscadas estanterías del viento.

En las calles oscuras como un desafío
y los montes llenos de cruces, lúgubres,
en los mares y prostíbulos ocres,
en las iglesias con el monopolio del sexo
y en los bigotes verdes de las lagunas
se cantaría por sus ofrendas.

¡Había que morir!

El dueño de los enjambres del diodo
despertó al encadenado léxico del polvo y el agua,
hasta desatar una danza de avaricia
con las fauces de un remolino.
En lo más esencial,
después que los ríos musculosos
y las desplumadas praderas fueran prohibidas,
allí quedó la desolación, para siempre,
con su patrimonio de cráter occiso,
rumor de embudo y de intestino seco,
en el lánguido pezón
de los macilentos barrios marginales.

Hacía mucho frío,
había mucha hambre.

Nadie estaba pendiente,
o tal vez nadie habló por miedo:
en la intemperie ordenada del continente
y las fibras macilentas de los cereales,
las mujeres y los hombres caen
sin lenguas a los escombros de la historia,
se desmoronan de los ubios cardinales
como el ave de los destripados bosques
y eso es todo.

Concluyentemente,
eso es todo.

¿Quién es libre?

Después,
cuando el reposo cae
sobre los inundados territorios,
otros refinados señores amarillos,
absolutos como un obelisco de piedra caliza,
rodeados de serviles carceleros
y premunidos de guantes y corbatas,
en otros elevados lugares,
perfectos como un altar de espuma
celebran y registran, gramo por gramo,
los grandes quilates de las victorias,

Y desde allí,
desde las sanguinarias fortalezas,
ellos pierden los ojos
en la zalagarda de las multitudes
y en trance escuchan a los pobre cantar:
el heroico Himno Nacional,
el Himno de la Independencia,
el Himno de la Conquista
y el himno que les hizo perder la libertad
y les dejó un hongo de azufre
incrustado en las retinas.

¿Quién conoce el sendero americano?

Los grandes pensadores,
ciegos de tanto cálculo,
intoxicados de fama y odio,
desde los pulcros escritorios
desmenuzan el alma del cromosoma
y duermen sobre la angustia
del cautivo de mil alas,
al amparo del silencio del mundo.

Entre las zarpas de las fronteras
y las fosas de los catálogos de escombros;
en las zanjas del óculo desorbitado
y el crespo obitorio de las garlopas
sobre los mesones de las carpinterías;
las huellas digitales de las mujeres,
los viejos y los niños enjutos
se pierden entre las contorciones
que despiertan en el desafío a la vida.

¿Quién sale de viaje?

La noche con su traje sin retorno
asciende a las cunas de los tugurios,
y en las entumidas arquitecturas de las pocilgas,
el acto de amor y muerte es una rara geodesia
donde los desposeídos cuelgan las orejas
y se retiran a los campos de la barbarie,
enamorados de la metafísica.

Elías Letelier


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