anterior    aleatorio / random   autor / author   inicio / home   siguiente / next

        DELIRIO DE BOLÍVAR

Heme ya al fin desconsolado y solo,
de pie sobre el abismo de la muerte
rendido al peso del injusto dolo.

Ayer gigante y atrevido y fuerte,
hoy sin aliento en mi postrer asilo
me doblego al impulso de la suerte.

La fiera saña con su helado filo
me rompe el corazón y despedaza
de mi existencia abrumadora el hilo.

¿Quién mi camino hacia la muerte traza?
¿Quién ríe en mi tenaz desasosiego?
Mi espíritu a las sombras ¿quién enlaza?

El pueblo colombiano, audaz y ciego,
sin pensar que rompí las ligaduras
que lo ataron ayer, atiza el fuego
que esconde mi dolor, y en las oscuras
y tristes nieblas de una playa arroja
al que calmó sus hondas desventuras.

Y al arrojarme así, no se sonroja
porque me ve sin fuerzas, impelido
por mi dolor... como una débil hoja...

¡Y ah! Si responde a mi postrer gemido,
responde cual responde la cascada
a los gritos del mar enfurecido:
¡con el son de una eterna carcajada!

Oh pueblo que en tu cólera me hieres
y ahora cubres de baldón mi espada;
si con mi muerte en la aflicción creyeres

que la Patria se salva del abismo
adonde rueda, no me vituperes
y llámala al instante... que yo mismo
bajaré entre tus brazos a la tumba...
¿Cuándo cupo en mi ser el egoísmo?

¿Qué importa, Patria, que por ti sucumba
si has de vivir en paz? ¡La civil guerra
con un soplo fatal postra y derrumba

el honor y la fe sobre la tierra,
como el bronco aquilón de las montañas
las altísimas cumbres de la tierra!

Esta profunda soledad me irrita,
este impío y sacrílego abandono
que a la sorda inacción me precipita...

El silencio acibara más mi encono,
aunque al fin... —¡Oh enemigos de mi gloria,
siempre viles e ingratos: ¡Yo os perdono!

A veces sacudiendo este marasmo
que me agobia y me mata, el pensamiento
vuelvo hacia atrás con altivez y pasmo,
y miro y miro el inmortal portento
de mi incansable ardor, y brego y lucho
y rápido y violento como el viento
me lanzo al fin y del cañón escucho
retumbar el horrísono estampido
en Junín, Carabobo y Ayacucho.

Y torno a Boyacá, y allí, severo
me complazco en mirar el solitario
campo fatal para el león ibero.

Boyacá, sí... resurge la batalla,
el terrible combate
vuelve a empezar; —¡estalla la metralla!

Cruzan como centellas los aceros;
óyese el rechinar del acicate
y el fustazo tenaz de los llaneros.
Atruena la comarca el vocerío;
rostros lívidos se alzan y gestean
mientras las olas del cercano río
con las blancas espumas juguetean
ante el choque frenético y sombrío.

De súbito un estruendo
retumba...; otro después, trémulo, largo.
Es el bronco cañón que está rugiendo
y sembrando la muerte; sin embargo
nadie tiembla. La lucha se exaspera;
ya la fusilería
el desastre derrama por doquiera,
y entre humo y sangre y rabia y gritería,
como una errante y voladora hoguera,
como arrebol de ensangrentado día,
para nuestro pendón... nuestra bandera.

Anzoátegui, de pronto a la cabeza
de un batallón asoma;
hermoso en su fiereza
como que vivas tempestades doma.
¡Y con empuje irresistible ataca,
hiere, rompe, destroza y aniquila
cuanto descubre entre la nube opaca
de polvo que le ciega la pupila!

¿Todo en vano? Otro estruendo
se deja oír, y en medio del combate
aparece Rendón, que presintiendo
el final fatal, remueve el acicate
en el ijar de su corcel de guerra,
y de un largo escuadrón heroico guía,
el paso firme al enemigo cierra,
y lleno de furor todo lo abate,
temblar haciendo en derredor la tierra.

Me parece que aún oigo el estruendo
del galope diabólico y tremendo.
En ese instante, en el confín remoto,
resuena bronca y larga
una sola descarga
como la inmensa voz de un terremoto.

Un nubarrón de arena
envuelve densamente a los patriotas.
¡Allí Rondón entre las filas rotas,
hosco sacude la feral melena!
Todos avanzan, todos temerarios,
como un ciclón a las contrarias filas,
como una tempestad de sagitarios
llenas de incendio y odio las pupilas.

¿Imposible vencer? ¿Ilusión loca?
¿Nunca la ola romperá la roca?
La confusión se expande
y es cada vez más grande.
Mil fauces se abren trágicas y gritan.
Los brutos se encabritan
y parten desbocados
como por Aquilón arrebatados.

Rondón se hace legión: busca al ibero,
lo persigue, lo acosa
sudoroso terrible y altanero
como una espiral vertiginosa.
Allí Rondón no es hombre ni es guerrero:
¡es una humana tempestad gloriosa
entre una viva tempestad de acero!

En tanto los ibéricos infantes,
con la rodilla en la tierra,
hunden las bayonetas deslumbrantes
con estrago que aterra
en los húmedos pechos palpitantes
de los raudos corceles
que muestran a la tarde, agonizantes,
tintas en sangre las lustrosas pieles.

Como un mar polvoriento
que en un instante se volcase a un mismo
tiempo, como un tumulto del abismo,
rápidos como el viento
los compañeros de Rondón revuelven
sus corceles indómitos, flexibles,
que a modo de visiones intangibles
parece que en el polvo se disuelven.

El español se pasma
ante tan alta heroicidad, y mudo
como un enorme y lívido fantasma,
ante choque tan rudo,
huye despavorido
por entre la asfixiante polvareda
que sobre el llano ensangrentado queda
flotando como un velo estremecido
mientras la noche por el campo rueda.

En la loca desbandada
el español ejército se aleja,
y al refugiarse en los vecinos montes
el campo libre a los patriotas deja,
en tanto que en la bóveda enlutada,
alumbrando los nuevos horizontes
blande la roja Libertad su espada.

Después... todo se esfuma
en la luenga campaña
cual si viese, allá tras de la bruma,
un desmoronamiento de montaña.
Así contemplo ahora al adversario,
así vuelvo a luchar... todo lo arrostro,
más ¡ay de mí!, soberbio visionario.

—¡Sueño! —me digo— y con afán me postro
de rodillas, y al fin moja mi llanto
las profundas arrugas de mi rostro.

¡Qué implacable martirio es la memoria!
Si recordar mis luchas no pudiera,
hoy que se intenta emborronar mi historia,

en esa soledad, cuán feliz fuera,
cuán feliz a la sombra de mis males
¡sin el recuerdo bárbaro, muriera!

¡Mas, ay! No sé por qué tan desiguales
son las sentencias que dictó el destino:
¿El Dolor y el Placer no son rivales?

¿Por qué, a un tiempo, al pasar, falto de tino,
recuerdo nos hiere y nos acosa
y nos riega de flores el camino?

No sé; pero en la vida tormentosa
a la vez que nos punza nos halaga
aún en el borde de la misma fosa.

Si un punto el fuego del dolor apaga,
pronto se ve que su caricia extrema
deja en el pecho palpitante llaga.

Sin embargo, le llamo en mi suprema
y horrible angustia, aunque al sentir su influjo,
sé que su roce mi cerebro quema.

En rapidez al rayo sobrepujo
entonces, y me lanzo en el pasado
cual de la costa el mar en su reflujo,
y recorro el camino ayer hollado
por mis pies; mas, con hondo desconsuelo,
vuelvo a mí más herido y fatigado...

Tiende por fin su tembloroso velo
el sueño bienhechor sobre mis ojos
cansados ya de levantarse al cielo
y en tanto que mi espíritu de hinojos
se eleva a Dios, mi cuerpo desvalido
descansa entre miserias y entre abrojos,

y vuelvo a despertar más compungido
con mi dolor sin término, quemante
como el hierro en llama enrojecido,

y contemplo las nubes de levante,
y al mirarlas paréceme que auguran
mi ocaso entre la noche horripilante.
¡Ellas que el éter en su vuelo apuran
al fin se desvanecen: ellas tanto
como mis goces y entusiasmos duran!

Quiero morir; el duelo me quebranta;
las fuerzas me abandonan; morir quiero;
Tanta es mi postración, mi pena tanta
que aniquila mi ser. Ya sólo espero
que Dios apague en mi garganta fría
el fragor de mi grito lastimero.

¡Me acusas de ambicioso en tu osadía!
¡OH pueblo ingrato, sin pensar acaso
que es una formidable cobardía!

Tú me lanzaste en pavoroso ocaso
y yo sin fuerzas, de rencor desnudo,
ya casi voy a detener el paso.

¿Quién me llama? ¿La muerte? Y bien, acudo.
Vértigo horrible agobia mi cabeza,
se va el dolor desesperadamente, agudo...

Mis párpados se cierran ¡Oh tristeza!
vas a morir también... Pero, ¿qué miro?
Las sombras huyen y la aurora empieza.
¿Qué pasa en mi redor? ¿Sueño? ¿Deliro?

A lo lejos un pueblo entusiasmado
me aclama sin cesar, y un vago giro
presenta ante mi vista modelado
mi cuerpo en bronce... En tanto, sin abrigo
muero; pero mi gloria ha principado:
¡Pueblo sin corazón, yo te bendigo!



Julio Flórez


subir   poema aleatorio   Otros poemas   siguiente / next   anterior / previous