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        EL REY FEBO

¡Oh sol! Mágico guía que arrastras por el cielo
silencioso y profundo, este mísero grano
de arena deleznable, de lodo y agua y hielo,
con las palpitaciones del corazón humano,
que se desangra y gime sin realizar su anhelo.

¡Sagitario divino!... ¿A qué profundidades
invisibles e ignotas, desbocado nos llevas?
Padre y Señor de todas las pasadas edades,
dueño de las futuras: mientras tu mole muevas,
mientras brilles, iremos tras de tus claridades.

La tierra es hija tuya: átomo obscuro y ciego,
tras de ti corre y gira y en tu lumbre naufraga;
sin detenerse nunca, sin encontrar sosiego,
por las inmensidades de los espacios vaga,
como una mariposa prendada de tu fuego.

Tú asististe al comienzo generador del mundo,
a los primeros partos de la terrena vida;
y los primeros brotes de su seno fecundo
saltar viste, ¡ojo excelso!, áurea antorcha perdida
en las desolaciones del abismo profundo.

Incendio sanguinoso finges tras de las ramas
del bosque, cuando asciendes sobre el lejano risco
que sus escarpaduras ostenta como escamas.
El planeta que cruza entre el hombre y tu disco,
no es ni un lunar apenas en tu rostro de llamas.

Artista incomparable de paleta asombrosa:
tus colores diluyes y tu oro y tu plata;
y haces de las neblinas, colgaduras de rosa,
castillos de amaranto y esquifes de escarlata,
cuando en tu sangre tinto, vas cayendo en tu fosa.

Y cuando al fin sucumbes, y la sombra cobarde,
cual sudario luctuoso, rueda por la infinita
soledad en que llora tu abandono la tarde,
de tu carro mortuorio cae una margarita
de luz: Véspero —cirio que en tus exequias arde—.

Y pienso, cuando ocultas la poderosa frente,
al morir tras las brumas del sepulcral abismo,
que un glóbulo eres sólo, purpurino y ardiente,
glóbulo rojo de la sangre del organismo,
inmensurable y puro, del Dios omnipotente.

Por ti respira el mundo, y el hombre por ti existe.
Cuanto aquí alienta, corre tras de tus ígneas huellas;
por ti ríe lo alegre, por ti llora lo triste,
por ti, de efluvios, cantos y de guirnaldas bellas,
la superficie corva de la tierra se viste.

Por ti tienen las olas, en su rodar eterno,
murmullos y cambiantes; por tus miradas rubias,
la primavera, flores de cáliz vivo y tierno;
otoño, hojas aladas y amarillas; y lluvias
y albas descoloridas, el taciturno invierno.

Por ti surge la idea, como ascua, de la mente;
por ti los corazones aman, odian y gimen;
del arte y la hermosura eres única fuente;
y la virtud se aclara, y se ennegrece el crimen,
y las pasiones rugen al claror de su frente.

Eres todo. A tu carro de triunfo nos sujetas
con tus hebras de oro y tu calor bendito;
y nos transportas, llenos de unción, por las secretas
profundidades hondas del piélago infinito.
¡Panal de luz que arrastras enjambres de planetas!

Tus polícromos lagos de colores expandes,
para que Aurora, en ellos, sumerja su contorno,
su contorno desnudo, tras de los luengos Andes;
y pones tus caricias, tus caricias de horno,
en sus ojos azules, soñolientos y grandes.

Antes de que aparezcas, ya tu fulgor inunda
horizontes y cielos, y tierras y oceanos;
mientras que, tras la niebla flotante y errabunda,
sus millones de ojos, dolientes y lejanos,
va cerrando, en el éter, la noche moribunda.

Rey del jardín sublime: cuando al cénit asciendes,
con tu clámide blonda de quemadores rayos,
el amor en los nidos y en las almas enciendes;
los abriles sonríen y se enrosan los mayos,
mientras tú las diademas del rocío las prendes.

Todo a ti sube: aroma, canto, plegaria, grito.
y sin embargo, apenas eres tras del gran velo
azul, que al hombre encubre la realidad o el mito,
una chispa de oro de la fragua del cielo,
un joyel, un diamante del tesoro infinito.

¡Oh sol! Cuando en el caos, para siempre, tu hoguera
formidable se extinga, y en las eternas calmas
se carbonice y rompa tu enorme calavera,
¿De los seres que guiaste perdurarán las almas?
¡El sol calla... y prosigue su sideral carrera!



Julio Flórez


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La voz del río