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    ISABEL Y GONZALO
        LEYENDA
                II
    LA VENGANZA

«Cumplid la piadosa ley,
Noramala para vos:
Sacerdote, hablad de Dios,
y no me nombréis al rey.

   »¿No queda bien satisfecho
Su enojo con mi cabeza,
Si no postra la entereza
De este generoso pecho?

   »Pues a ese mezquino afán
Yo mi pundonor igualo;
No triunfará de Gonzalo,
Que soy Núñez y Guzmán.

   »Tengo vuestra absolución
De lo que a Dios ofendí;
Pero fiel vasallo fui:
No pido a Enrique perdón.

   »Crédito a mi labio dad,
Y tened por cosa cierta
Que no se miente a la puerta
De la obscura eternidad.

   »Sólo supe que Isabel
Sangre de Enrique tenía
Cuando era ya esposa mía:
Culpe a sus misterios él.

   »Que si al más alto lugar
Sabe amor alzar el vuelo,
Timbre oculto con un velo
Mal se puede respetar.

   »Pero decís que al Señor
Un corazón usurpé.-
Jamás Isabel su fe
Consagró a su Redentor.

   »Si encarcelada vivir
La mandó precepto injusto,
El silencio del disgusto
No es promesa de cumplir.

   »Dios su corazón formó,
Y pues que no le hizo suyo,
Sin temeridad arguyo
Que a mí me le destinó.

   »Porque sólo hacer dichosa
Mi vida Isabel pudiera,
y falta al Señor no hiciera
Entre tantas una esposa.

   »Y me dice la ventura
Que en sus brazos he gozado,
Que pude, sin ser culpado,
Ser dueño de su hermosura.

   »Pues bien no se halla real
Donde la virtud no asiste,
Y es inquieto, amargo y triste
Todo placer criminal.

   »El negro cadalso así
Veré con serena cara,
Contemplando en él un ara
De martirio para mí.

   »Y si aunque erguida, me ven
Pálida un tanto la frente,
Es que al paso que inocente,
Soy querido y amo bien.

   »Y no puede sin temor
La tumba ver un amante,
Pues le señala el instante
De renunciar al amor.

   »Esto, padre, repetid
Al monarca de Castilla,
Y que empuñe la cuchilla
Luego al verdugo decid».

                          * * *

   Enmudecido y absorto
De admiración y piedad,
Dejó la fúnebre estancia
El ministro del altar;
Y detrás del cortinaje
Descubrió, con pasmo igual,
A un rey trocado en espía
Menguando su majestad,
Monarca en la vestidura,
Y reo en el ademán.
Con violencia respiraba,
Como en su sordo bramar
Hórrida explosión anuncia
El hervoroso volcán.
En esto llegó un anciano
En hábito monacal,
Y entregole un azafate
Cubierto de un tafetán.
Un pliego y unos cabellos
Venían allí no más,
Súplicas de una infelice,
Despojos de una beldad.
Volviose Enrique de espaldas
Para poder ocultar
La conmoción que del pecho
Se le asomaba a la faz,
De recia interior batalla
Inequívoca señal.
Llegose luego a una mesa
Donde víanse a la par
Cadenas y escapularios,
Licores, frutas y pan,
Cirios de amarilla cera,
Una segur y un dogal,
y al pie del Crucificado,
Dios de mansedumbre y paz,
Hecho cetro de la muerte
Un pergamino fatal.
Desarrollole el monarca,
Y en él con celeridad
Dos palabras escribió
Vencido el enojo ya.
Perdón era la primera,
La segunda, libertad.

autógrafo

Juan Eugenio Hartzenbusch


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