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        BALADA

Al-Mojahed, el Califa
de la florecida barba,
aguileña nariz y ojos tan negros
como el cale de la felice Arabia;

Al-Mojahed, el Califa
de veinte años, en Granada,
sus labios muestra sin color y tiene
los ojos tristes y la frente pálida.

No ya remira sus flores
abiertas al sol de África,
ni los corceles de cabeza enjuta
que devoran el viento de la pampa;

sobre mullidos cojines
dobla la cabeza lánguida,
que a la luz del crepúsculo semeja
un lívido nenúfar entre agua...

Porque le encienda la vida
hizo venir a su alcázar,
de los confines del Oriente, un moro
de ojos de halcón y cabellera blanca.

Y horas después el Califa,
su fría mano apoyada
en el moro, las sordas galerías
de su desierta habitación cruzaba

hasta descubrir el muro
cuyas vidrieras caladas,
a breve altura, como el arte pide,
filtran la luz por sus rendijas largas,

de donde ¡sueño fantástico
de los magos y las hadas!
salen brazos desnudos de mujeres
rubias, morenas, amarillas, pálidas.

Parose junto, el Califa,
del primero que asomaba:
era el mórbido brazo de una rubia,
con infantil coloración de nácar.

Tómalo el moro, y al filo
de leve cuchilla, salta
sobre una copa de marfil luciente,
el jugo de la blonda castellana.

Asoma después, más negro
que el ojo de las gitanas
y el tinte obscuro que en dorado fondo
la piel sedosa de los tigres mancha,

el envilecido puño
de una virgen africana,
que al leve araño del cuchillo suelta
undívagas serpientes de escarlata...

Y como de piedra inmóvil,
teñido con luz de alba,
viene luego la mística figura
de un brazo núbil de belleza casta;

redondo y tibio, le cubre
la pelusa plateada
que brilla sobre el rostro de las vírgenes
y en las frutas caídas de las ramas;

y entre el pulido contorno
de sus carnes frescas, blandas,
como en el mármol del antiguo Abruzzo,
corren menudas venas azuladas.

Ese brazo gime, sueña,
languidece, ríe, canta,
revela en el lenguaje de la línea
la luz de un cuerpo, la visión de un alma...

Y cuando vertió sus púrpuras
entre la copa labrada,
pensó el Califa en los arpones trémulos
que van al cuello de las corzas blancas,

y prosiguió distraído
(la copa ya rebosaba) :
«La luz viene de Oriente, dijo el moro;
ruega, que tu salud está alcanzada».

Y al ofrecer al magnate
la honda copa torneada
como un seno, «a que bebas te conjuro,
dijo, el solo remedio que te salva».

Y Al-Mojahed, el Califa
de la florecida barba,
de aguileña nariz y ojos tan negros
como el café de la felice Arabia;

Al-Mojahed, el Califa
de veinte años, en Granada,
no mostró ya los labios incoloros
los ojos tristes ni la frente pálida...

          ENVÍO

Si a las mías que la buscan
tu mística mano alargas,
alentará mi espíritu ya muerto
con la frescura de su amor, ¡oh Hada!

autógrafo

Guillermo Valencia


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