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    PEQUEÑA HISTORIA DE CUBA

                  I

Cuando en los pueblos la tarde cae de polvo a púrpura,
en Bejucal o en Santa María del Rosario,
Calabazar, rincón de soledades,
Artemisa del alma o misterioso Guáimaro,
la gente se va a los parques. Desde la tierra
los ojos lentos suben a la locura del murciélago
yendo y ahondando las vacuidades solitarias,
y pónese uno a hablar de los taínos, y de David y Boticelli.
Los españoles no hicieron aquí cosas muy grandes,
pero tampoco, es cierto, las hicieron los indios, esos pobres,
que en vez de templos o pirámides nos legaron cazuelas,
en vez de altares para la sangre, recipientes
para el casabe. No sabían mucho, eran más bien felices
y no escribieron nunca. En Cuba no había oro.
Pánfilo de Narváez batió en vano sus mandíbulas
y desquitóse luego matando hasta por gusto, a tajos.
De prisa y corriendo se hicieron dos o tres ciudades, a lo sumo,
porque no había oro: qué vergüenza. Quizás una pepita o dos,
a lo más cuatro,
y así quién hace catedrales. (El Hijo del Carpintero
tampoco habría podido costearlas). Y piénsese que todo el tiempo
el Almirante mismo, Colón, Cristóbal,
el genovés de los ojos obstinados,
había dicho que ésta era la tierra más linda que soñaron ojos humanos
con todo lo demás que dice sobre los pajaritos piando esplendores.
Pero no les bastaba. En la ridícula Isla no había oro,
y así quién pinta, quién guerrea, quién construye, quién hace nada.
De rabia desgajaron los bosques, deglutieron la tierra, se tragaron las aguas.
La belleza de la Isla que se la lleve el diablo.

                  II

Entre un murciélago y el otro cabe la invención de la caña,
en Bejucal, en Santa María del Rosario,
entre la tierra y la locura de los aires
cabe el negrero, el bocabajo, el látigo: por fin tuvieron oro.
Tumbaron todos los bosques, chapotearon en sus feos trajines, locos de gusto,
esparcieron horror a manos llenas, agarraron su oro.
El espectro de Pánfilo de Narváez iba en la lluvia riendo gordo,
Calabazar lo vio y también Artemisa y el remoto Guáimaro.
Pero los negros no tenían ni grandes templos ni tampoco pirámides
ni hermosos ritos crueles por los que suba el humo de la sangre
a borbotones de miles y de miles de sacrificios humanos.
(Tampoco los taínos enviaron a los cielos otro humo ritual que el del tabaco).
No trajeron, los negros, en la estrechez de los barcos negreros,
más que su música y sus bailes y esa voz que resuena como
en el mismo corazón del hombre.
Por fin había oro, pero los españoles no hicieron catedrales a Dios gracias,
ni en Artemisa ni en Bejucal ni en la mismísima Santa María del Rosario: no había tiempo.
(Nazaret fue un pueblo así de raso: no se menciona su sinagoga para nada).
El oro era tanto, que no había tiempo más que para pegar, arrancar y llevárselo.
Con lo que nos cansamos por fin los blancos y los negros (indios ya no había)
y nos quemamos los ingenios (¡cómo chillaban!) y nos
quemamos los plantíos (¡cómo lloraban!)
y los botamos a patadas. Sólo que con la ira
la mano se nos fue en el fuego desde Calabazar a Guáimaro,
y los pueblos siguieron tan feos como antes. Sí, la usura
desgarró de fealdad la tierra más hermosa; luego vino la cólera;
luego empezamos otra vez, dale que dale con el oro,
ya es verano en El Encanto, haga su agosto en La Ópera, sea vivo,
dale que dale con el oro, emporcándonos,
masticando en inglés, mandándonos al diablo, hasta que por fin nos cansamos.
Vivos, vivones, vivarachos de siempre, se acabó lo que se daba; ya no hay oro.
Porque no nos importa, porque es un sucio becerro y no nos da la gana,
porque no especulamos, de espejo a turbio espejo,
ya infernalmente con la caña,
porque las mismas manos que la cortan la llevan a la boca:
ya no hay oro.
Desde los bancos de los parques el humo sube poquito a poco, empinándose,
confundiendo al murciélago: sobre la hoja del plátano
amanece el cocuyo, la trémula belleza del origen,
y ya podemos irnos, soñando, a casa. Mañana será la Isla
como la vio Cristóbal, el Almirante, el genovés de los duros ojos abiertos,
en amistad la tierra con el mar, tierra naciente
de transparencia en transparencia, iluminada.

autógrafo

Eliseo Diego


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