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        LA VEJEZ DEL MARISCAL

Yo vi una noche en sueños al Mariscal, anciano,
—las balas de Berruecos no hicieron blanco en él—;
Derecho, en traje negro, de pie, puesta la mano
sobre el «Emilio», tersa todavía la piel.
Hablaba. Era en Caracas, en uno de esos días
en que se disputaban Guzmán Blanco y Matías;
por el mar nos llegaban los duelos de otra parte—,
París sitiado, preso Bonaparte,
Hablaba el Mariscal; por sus mejillas
bajaba, ensortijada, de las sienes,
la nieve raudal de las patillas;
su voz se quebrantaba con rítmicos vaivenes;
hablaba el mariscal y en la blanda
severidad de aquella estancia, oía
nevada ya y el labio todavía
florido, la Marquesa de Solanda.

Hablaba de mil cosas suyas: de la tristeza,
de los cabellos blancos cubriendo su cabeza,
de los héroes que mueren de un balazo en la guerra
y al morir prende todo su acicate al ijar
y el potro salta, como si dejara la tierra
con el alma jinete que se apresta a volar.

De los viajes... Bolivia, Quito, Cundinamarca,
llanuras del milagro, volcanes del hechizo...
y mientras el ensueño se iba, como una barca,
soplos de cordillera le angustiaban el rizo.
De las batallas... Tarqui...Pichincha... y en su acento
se retorció Ayacucho, como un penacho al viento.
Y habló de la derrota y del exilio,
mientras su dedo hurgaba las hojas del «Emilio»...
Y habló de aquel que en una playa sola
y con la ola como compañera,
murió como la ola
que, hinchada de amargura, se muere en la ribera.
Y entonces hubo en toda su voz algo inaudito,
ni grito ni sollozo, ni queja ni estupor,
fue entre sollozo y queja y entre estupor y grito
y alzó el libro en sus manos, como cumpliendo un rito
y aspiró su perfume, como oliendo una flor...

1926.



Andrés Eloy Blanco


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