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          16 DE SEPTIEMBRE

Venid, el arpa que tomé en mis manos
Cuando vagué por la infecunda arena
Tiene una maldición a los tiranos,
Que en sus bordonas ásperas rusueña.

Mármol

                    I

La Virgen de Occidente, ondina de los lagos,
la fada de ojos negros brillantes como el sol,
la linda como estrella sagrada de los magos,
la perla que soñaron Virgilius y Colón;

la Venus de los castos idílicos amores,
sultana sobre lecho mullido de arrayán,
azteca soberana, señora de señores,
la reina de cien reyes, indígena beldad;

lloraba sin ventura sufriendo los insultos
que audaz le prodigara ibérico invasor:
cadáveres sus héroes rodaron insepultos,
hollados por el casco de exótico bridón.

Las plantas extranjeras pisaron estos lares,
al genio revelados del sabio genovés,
que con audacia suma condujo a nuestros mares
carabelas compradas con joyas de Isabel.

La gente aventurera que vino de otro mundo
inmarcesible gloria queriendo conquistar,
cubrió nuestra campiña de luto sin segundo,
taló de nuestros padres la espléndida heredad,

y aquellos españoles que retemblar hicieron
la tierra infortunada del gran Tezozomoc,
a las hondas, macanas y flechas, opusieron
el estallido ignoto de horrísono cañón.

Batallas desiguales el campo estremecía,
que nunca el mexicano se rinde sin luchar;
en yácalas profundas los muertos no cabían...
era una fosa inmensa el suelo de Anahuac.

De sangre se tiñeron las olas de los mares,
de sangre se tiñeron las rosas del pensil,
las llamas devoraron alcázares y aduares,
y México fue presa de horrores mil y mil.

Manchose la teocali con la sangre inocente
de aztecas que Alvarado inermes degolló,
¡lástima que un guerrero de corazón valiente
dejara en su memoria caer ese borrón!

Preparó la hecatombe con frases de cariño,
y su traición infame le vino a conquistar
la gloria del gigante que lucha con el niño,
la gloria del cobarde que mata por detrás.

Aquellas indomables legiones altaneras
que luto y exterminio sembraron por doquier,
cazaban a los indios como se cazan fieras,
y el estertor del indio formaba su placer.

La guerrera falange que trajo en sus pendones
el símbolo sagrado sublime de la Cruz,
en medio de atabales y fuego de cañones
importó el Evangelio divino de Jesús.

Y frailes y caudillos hallaron desde luego
en México la bella espléndido botín;
y expiró atormentado en su lecho de fuego
el héroe de los héroes, el gran Quautemotzin.

Sedientos de riqueza en sangre se bañaron,
doquiera desplegando un lujo de crueldad;
y trémulos de ira, mataron, y mataron,
la raza conquistada queriendo exterminar.

Que sangre y sólo sangre formaba su delicia,
un sudario sangriento sirvioles de mantel:
viles migajas de oro tentaron su codicia,
y sobre negras tumbas basaron su poder.

Las púdicas doncellas lloraban deshonradas
por la torpe lascivia de audaz conquistador;
y las nobles matronas sufrieron indignadas
ultrajes inauditos de soldadesca atroz.

Y la virgen que antes posara sobre flores
aurífera sandalia, perdió la libertad;
su veste desgarraron altivos vencedores,
y tuvo por corales cadenas nada más.

¡Ay! México la hermosa, señora independiente,
rodar vio por el fango su límpido blasón;
y al extranjero vugo dobló su altiva frente
sufriendo resignada tres siglos de opresión.

Tres siglos de conquista, de nobles y virreyes,
y frailes que atizaron la hoguera de la fe,
tres siglos en que España dictó a su antojo leyes,
tres siglos ominosos de gótico poder.

Tres siglos coloniales de triste remembranza,
tres siglos en que México sus fastos enlutó;
porque los conquistados creían sin esperanza
eternas sus cadenas, eterno su baldón.

                    II

        Mas Dios quiso en sus favores
    que un sacerdote bendito,
    lanzara de guerra un grito
    en el pueblo de Dolores.

        Grito fue que, por ventura,
    único recuerdo encierra:
    porque retembló la tierra
    con el grito de aquel cura.

        Grito que escuchó la gloria
    ebria de placer profundo;
    grito que se oye en el mundo
    repetido por la historia.

        Dios del suelo mexicano
    retirar quiso el azote,
    que al grito del sacerdote
    palideció el castellano.

        Fue aquel grito, no os asombre,
    de resultado inaudito,
    que al escuchar aquel grito
    volvió el esclavo a ser hombre.

        El que antes, pobre villano,
    los ojos alzara apenas,
    trituró con las cadenas
    la frente de su tirano.

        Y tranquilo, porque encono
    no cabe en pechos valientes,
    con un grupo de insurgentes
    desafió el párroco al trono.

        El trono aprestó legiones
    con rencorosa bravura,
    y la mitra lanzó al cura
    tremendas excomuniones.

        Realistas e independientes,
    por intereses extraños,
    lucharon años tras años,
    y corrió sangre a torrentes.

        Fosas y fosas llenaban
    las huestes del rey odiosas,
    y del centro de las fosas
    nuevos soldados brotaban.

        Y lleno de fe sencilla
    en mil combates librados,
    batió el cura a los soldados
    intrépidos de Castilla.

        Y armado de buen derecho,
    entre las sangrientas olas,
    opuso siempre su pecho
    a las balas españolas.

        Pero Hidalgo, en su delirio,
    halló abrojos y no flores;
    que Dios da a los redentores
    la corona del martirio.

        Y cual Moisés, que la vida
    al perder sin pesadumbre,
    vio brillar desde la cumbre
    del Phasga, la prometida

        tierra, así aquel cura egrégico,
    de su gloria en el vestíbulo
    vio brillar desde el patíbulo
    la independencia de México.

        Hoy, con júbilo profundo,
    conmemora el mexicano
    el grito de aquel anciano,
    que fue redentor de un mundo.

        E Hidalgo desde la gloria
    tiene aquí sus ojos fijos,
    porque nosotros, sus hijos,
    bendecimos su memoria.

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        Hoy mi labio a nadie inculpa,
    ni vengo a encender rencores,
    porque de aquellos horrores
    tuvo la época la culpa.

        Por mi parte, sin violencia
    y sin temor, lo confieso:
    la conquista fue un progreso,
    un deber la independencia.

        Hoy benditas afecciones
    han substituido a la saña;
    porque México y España
    son dos hidalgas naciones.

        Y a todo español diremos:
    «Aquellos hechos pasaron;
    si nuestros padres se odiaron,
    nosotros nos amaremos».

        Porque, creedme, señores.
    siendo grandes y benignos,
    podremos hacernos dignos
    del párroco de Dolores.

                    III

  Anciano venerable, quizá en el cielo penas
mirando de tu patria el porvenir fatal;
de tu patria que tiene escrita en sus cadenas
la irónica palabra de santa libertad.

  La patria que dormida al borde del abismo,
su estúpido letargo no quiere sacudir;
aquí la democracia es negro despotismo,
la estafa y el capricho las leyes son aquí.

  Mas confórmate, Cura, con tu brillante suerte,
que en libro misterioso por Dios escrito fue:
que de los grandes hombres sirva sólo su muerte
para que tengan vida los pequeños después.

Antonio Plaza Llamas


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