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        A D. ESTEBAN ECHEVERRÍA

Pues no cese, poeta soberano,
Son tan dulce y subido...

Meléndez.

                        I.

Pulsa, poeta, tu enlutada lira:
Canta y resuene tu acordado acento
Cual coro celestial;
La muerte, entonces, que feroz te mira,
Veloce de tu rostro macilento
La vista apartará.

Canta, que el Cielo te marcó en la frente
Para llenar en terrenal morada
Poética misión;
Y te dio la aureola refulgente
Del divino Querub, predestinada
Al genio creador.

                        II.

Cuando por vez primera en mis oídos
Sonara melodioso
Tu canto doloroso.
Violento se agitó mi corazón:
En lágrimas ardientes se empapara
Mi pálido semblante,
Y el labio palpitante
Rompió en voces de intensa admiración.

El vuelo arrebatado de tu mente
Mi espíritu seguía,
Y absorto te veía
Luchar con espantosa realidad;
Y en las puras regiones ideales,
El alma con anhelo.
Correr tras el consuelo
Que negó a tu penar la sociedad.

Mas qué importa, poeta peregrino,
Aqueje tu existencia
La bárbara dolencia
Que te arrastra a la puerta sepulcral;

Si en elevado acento te fue dado
Cantar cuanto atesora
De ocaso hasta la aurora
En su seno natura misterial.

Acá en mi mustia frente, de María
Aún vive la memoria,
Y aquella hermosa historia
De su pura y fatídica pasión.
Y del indio la tribu que recorre,
Cual nube pasajera,
En rápida carrera
Del yermo inhabitable la extensión.

Graba, ¡oh poeta! tu pensar intenso
En blancas hojas que creó del hombre
El arte sin igual;
Y desde el Plata, de poder inmenso,
Al rico Tajo, de eternal renombre,
Tu verso sonará:

Mientra en el suelo que nacer me viera
Y que circundan escarpadas rocas
Y un monte litoral,
La mente falta de inmortal lumbrera,
Oscura, y llena de esperanzas locas,
Mi vida pasará.

Enero de 1840.

Adolfo Berro


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