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            LA GLORIA
  PEQUEÑO POEMA EN DOS CANTOS

        CANTO SEGUNDO

    LA CORONA SIN CABEZA

                I

Entre el canto primero y el segundo
Han pasado dos años,
Y como todo pasa en este mundo,
Que si en algo es fecundo
Es por desgracia eterna, en desengaños,
Aquel montón de flores
Donde vimos dormir como en un nido
A nuestros dos hermosos soñadores,
Aquel montón de flores se ha perdido
Con la triste esperanza, en sus dolores,
De encontrar el remedio del olvido.


                II

Dos años han pasado,
¡Y el corazón de Elena está ya helado!...
Ella que era tan buena,
Ya no es aquella Elena
A la que el pobre Pablo enamorado
Le consagraba en su ilusión serena
La gloria que aún no había conquistado...
En la triste boardilla,
Que aunque muy miserable y muy sencilla,
Era en tiempos mejores
Todo un cielo de encantos y de amores,
Hoy no se encuentra más que el desaliento,
El tedio, la amargura, la tristeza,
Y en medio de todo esto una cabeza
Donde duerme muy triste el pensamiento.
Y así es que Pablo, el que en su dulce encanto
No lloraba jamás con otro llanto
Que el llanto del placer y la alegría,
Hoy llora en su amoroso desencanto
Con el que antes de amar no conocía;
Repasa una por una,
Aquellas dulces horas tan hermosas
En que después de hablar de muchas cosas
Siempre olvidaban al partir alguna;
Al dar la media noche, vuelve aquélla
Que por primera vez lo halló con ella;
Y tropezando al delirar en eso
Con aquel lindo beso de aquel día
Tan dulcemente en su memoria impreso,
¡Ni puede resistirse a enviarla un beso,
Ni puede aborrecerla todavía!...


                III

—«¡Hacer, y hacer lo que hizo!»—
Saltaba él sollozando de improviso.
—«¡Ella que era tan pura y cuya frente
Un cielo hermoso de virtudes era,
Tener que huir del mundo y de la gente
Como la infamia o traición lo hiciera!
Matar al sol para sus ojos bellos
Bajo la noche en que el dolor la abisma,
Y sintiendo las lágrimas en ellos
Envolverse la faz en sus cabellos
Con la vergüenza horrible de sí misma;
Buscar en otro pecho las dulzuras
De que mi pecho rebosaba lleno,
Sin dejar a mi amor salvar del cieno
Sus alitas tan blancas y tan puras.
¡Ay! cuando yo por alfombrar su huella
Si para alzarse al cielo hubiera sido,
Con la paloma deshaciendo el nido
Hubiera dado el corazón por ella...»
Y Pablo en el dolor que le devora
De su vida ante el páramo desierto,
Se inclina y gime y languidece y llora
Como deben llorar en la última hora
Los inmóviles párpados de un muerto.


                IV

A veces, muchas veces, Pablo suele
Con la ilusión de que esto le consuele
Buscar en el trabajo y la lectura,
Olvidando las penas de aquí abajo,
Esa tregua al dolor que la amargura
Encuentra en la lectura y el trabajo...
Coge los libros que en mejores días
Formaban de su afán las alegrías,
Y abriéndolos por fin con el denuedo
De una resolución bien meditada,
Después de mucho leer y no leer nada
Concluye al cabo por decir —¡no puedo!
Busca y toma en seguida
La misma pluma aquella
Que de manos de Elena recibida,
Le ayudó con los sueños de su vida
A escribir tantas páginas para ella...
La clava en el papel febricitante
Como queriendo huir de su memoria
Y tratando de hacer la de otro amante,
Mas la historia que escribe es semejante
A la historia de Elena y a su historia,
Que aunque la buena lógica concluya
Que historia escrita así no ha de ser buena,
Raros serán los que al hacer la ajena
No se acuerden un poco de la suya.


                V

Sea de ello lo que fuere;
Como Fablo no puede aunque lo quiere
Olvidar el recuerdo de la ingrata
Por quien conoce el pobre que se muere,
Pues conoce que eso es lo que lo mata,
Por cuantos medios le es posible cuida
De recoger noticias de su Elena,
No habiendo a quien informes no le pida
Sobre si está contenta de la vida,
Sobre si es muy dichosa y si está buena;
Y cuando oyendo un día sus preguntas
Le contestó abrazándole un amigo:
—No sueña la infeliz más que contigo:
Y tus cartas las guarda todas juntas—
Radiante de ventura al oír esto
De su amigo, estrechándole, se aparta,
Y nuevamente a la ilusión dispuesto
Con mano alegre y con alegre gesto
Cogió una pluma y escribió esta carta:
«Si fuiste cruel conmigo, y si hubo un día
En que apartando tu alma de la mía
Me hundiste en el dolor y en la tristeza,
En prueba de que mi alma te perdona
Te mando con mi amor esa corona
Que anhela por estar en tu cabeza...
Que pues en tu alma aún escondido tienes
Algo de aquel amor que me tenías,
Si yo la conquisté para tus sienes
En ellas debe de estar y no en las mías».


                VI

Puso Pablo su nombre, como un hombre
Que piensa decir mucho con su nombre;
Y después de plegarla en tres dobleces
Y de leerla y leerla muchas veces,
Hallando en su ilusión que estaba buena
Puso en el sobre —A Elena—
Y en seguida radiante y satisfecho
Con un inmenso júbilo en el pecho,
Dando forma a una idea
Que en su amorosa sencillez se abona,
Exclamó contemplando la corona:
—¡Qué dichosa va a ser cuando la vea!


                VII

Y en tanto, aquella madre, aquella ausente
Sin consuelo ni alivio en su congoja
Lloraba sola y sin tener ni una hoja
Que enlazar a las canas de su frente...
¡Cuán cierto es que en la vida, aunque esto asombre,
En medio del placer y el regocijo,
Si el hijo no se olvida de que es hombre,
El hombre sí se olvida de que es hijo!


                VIII

Lo que el amigo aquel le dijo un día
Al triste Pablo era una farsa impía;
Pues Elena la ingrata
Ni guarda aquellas cartas que decía,
Ni piensa en Pablo, ni el dolor la mata;
Que parecida en esto y semejante
A más de alguna amante
A quien mirándose al espejo, he oído
Parodiar con feroz desenvoltura
Una frase muy vieja, de este modo:
No se ha perdido nada, cuando todo
Se haya perdido, menos la hermosura;—
La ingrata Elena como llevo dicho,
Sin huir de las gentes y del día,
Ni llora como Pablo suponía,
Ni ha tenido jamás ese capricho.
Elena va al paseo
De lucir y brillar en el deseo;
Tiene palco en el teatro y no hay velada,
Tertulia, baile, aniversario o fiesta,
A que oportunamente convidada
No se encuentre a asistir siempre dispuesta.
Si alguna vez lloró su desvarío
Recordando su falta y sus deberes,
Después, y como todas las mujeres
En casos semejantes,
Ha olvidado su falta y su extravío,
Tratando a sus amantes con desvío
Y aprendiendo a olvidar a sus amantes.


                IX

De manera que Pablo, que en su anhelo
Esperaba soñando con el cielo,
Que su amante por fin le volvería
Todo el cariño y la pasión de un día,
Con el cerebro ardiente
Y un montón de esperanzas en la frente,
Ansiando una respuesta
Que confirmara su ilusión no escasa,
Al entrar en su casa
Se halló un papel y en el papel con esta:—
«Como de aquí a dos meses
Que habré arreglado ya mis intereses,
Pienso casarme con mi primo Antonio
Que ha pedido mi mano en matrimonio,
Le ordeno..., le prohibo,
Siendo ésta la razón porque le escribo,
Que se vuelva a ocupar de la que un día
Tuvo el capricho de quererle un poco,
Sin sospechar que le volviera loco
Su demasiado amor a la poesía.
Respecto a su corona,
Con la que dice usted que me perdona,
Es un obsequio cariñoso y blando
Que conñeso en verdad que no merezco;
Así es que la agradezco,
Y como no me sirve, se la mando».


                X

Cuando el triste de Pablo hubo leído
Por una y otra vez este recado
Tan esperado como no temido,
Viendo aquellos renglones
Que en cambio de su fe y sus ilusiones
Le brindan el escarnio y el olvido,
Lleno de ese profundo desaliento
Del que lo pierde todo en un momento,
Cogió aquella corona sin cabeza,
Fruto de su trabajo y su cariño,
Y llorando, llorando como un niño
Que de una falta grave se confiesa,
—«¡Oh gloria!»—dijo al fin—«si hasta tu asiento
En una hora de amor y atrevimiento
Soñé volar del mundo a arrebatarte
Uno de esos laureles con que el arte
Recompensa el trabajo y el talento;
Tú sabes bien ¡oh gloria!
Que no lo hice por mí sino por ella;
Mas ya que ella, tan dura como bella,
Ha insultado mi fe y aun mi memoria,
¡Que acaben mi laurel y el regocijo
Que sentí de ceñírmelo al anhelo...!»
Y deshaciendo su corona, dijo,
Y la arrojó en pedazos por el suelo.


                XI

Después, tranquilo ya, bajo la calma
De otro cielo mejor y diferente,
Pablo, pensando en la que estaba ausente,
En lugar de un laurel ¡le mandó el alma!

autógrafo

Manuel Acuña


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