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      CANTO XI

      SACRIPANTE

Sus dones la Fortuna, numen ciego,
aquí rehúsa avara, allá acumula,
y lo mismo que da nos quita luego,
y en la inconstancia su placer vincula;
bellos son a la vista, no lo niego;
mas, bajo la corteza que simula
regalado sabor, dorada y roja,
encierran amargura, afán, congoja.

  ¿Tiene alguno riquezas y dinero?
Veréisle andar de puerta en puerta un día.
¿Aquél es fuerte, es ágil y ligero?
Un accidente al hospital le envía.
¿Esotro es un valiente caballero?
Viene una bala; adiós la valentía.
¿Hoy la corte a un Privado reverencia?
Mañana va a la cárcel Su Excelencia.

  Y si a la cárcel no, por gran ventura
irá de embajador a los Batuecos;
o, si la corte y la privanza dura,
¿darán insustanciales embelecos
un solo instante de placer y holgura,
o del aplauso adormirán los ecos,
al que sobre su cuello ve colgada
de un hilo débil cortadora espada?

  ¡Menguada dicha, que a las almas roba
la dulce paz, y nunca está segura!
Pero lo que la turba necia y boba
admira más y envidia, es la hermosura.
Ved cuál se extasía un hombre y cuál se arroba
ante una dama: ruega, insta, conjura,
compónela sonetos, la regala,
se pinta, se perfuma, se acicala.

  Mas un competidor le viene ahora,
y dos, y tres, y cuatro. ¡Pobre dama!
Cada cual le protesta que la adora,
y que ha de ser amado porque la ama.
No puede hacerse piezas la señora;
uno es favorecido; otro la llama
falsa; otro ingrata; esotro se amohina,
y busca a toda costa su rüina.

  Hétela triste, mísera, llorosa,
acusando al destino, que en aquella
rara beldad la más funesta cosa
que dar pudo a mujer, le ha dado a ella.
La loca de Agricán tema amorosa,
llora así la sin par princesa bella;
de Agricán, que ha jurado, si no es suya,
que a ella, al padre y al Catay destruya.

  Por esa tema inunda en sangre y llanto
al Asia, y trae la tierra alborotada,
pagando el pobre pueblo todo cuanto
delira una cabeza coronada.
Así lo manda Dios, y es justo y santo;
pero toco una tecla delicada.
El bravo Kan, como tendréis presente,
iba en acorro a su vencida gente.

  Semeja en su venida repentina
vendaval que las anclas desafierra,
las naves barre y hunde y descamina,
y descarga después sobre la tierra,
y de vasta terrífica rüina
cubre los hondos valles y la sierra;
huyen los temerosos labradores
por el campo, y ganados y pastores.

  De amigos y enemigos igual caso
hace, como antes dije, el rey protervo;
¡desgraciado de aquel que encuentra al paso!
«Yo a Sacripante sólo me reservo»,
corriendo a toda brida hacia el Circaso
clama; y a vista del estrago acerbo
que derrotada sufre la infelice
tártara plebe, en alta voz les dice:

  «De mi vista os quitad, canalla infame,
que servís de afrentarme solamente;
ninguno de vosotros rey me llame,
que rey no soy de tan cobarde gente;
no por mí tan vil sangre se derrame;
yo solo a los contrarios haré frente,
que de este modo alcanzaré victoria
con menos afán mío y con más gloria».

  Luego al Circaso dice, hirviendo en ira:
«Toma ya campo tú, que eres tan fiero».
Sacripante, volviéndose, le mira
con alegre semblante y altanero;
y a la beldad por quien de amor suspira
envía prestamente un mensajero
rogándole que salga a la muralla,
y así le doble el brío en la batalla.

  Sale la Damisela sobre el muro
y al amante una fina espada envía
con que más bravo lidie y más seguro;
¡qué entrañas esto al otro pobre haría!
Sonríe empero y dice: «No me curo,
que al fin la tal espada será mía,
y su dueño, y la Roca, y esa ingrata
que con desdén tan áspero me trata».
Dijo; y la espalda prontamente vuelta,
toma campo bastante, y enristrado
el lanzón poderoso, da la vuelta,
mientras que Sacripante por su lado
toma campo a la par, y a rienda suelta,
enristrando también, revuelve airado.
Todos en esta lid clavan la vista;
nada se mueve en torno; nadie chista.

  Aunque las lanzas en el choque horrendo
se oyeron estallar, y las rodillas
hincaron los corceles, oprimiendo
quedan los combatientes ambas sillas.
El ancho valle repitió el estruendo,
y vuelan hasta el cielo las astillas.
Sacan entonces las templadas hojas,
ambas de sangre hasta los pomos rojas.

  Todo sobre un fendiente se abandona
Sacripante, de cólera abrasado,
y al Tártaro hace trizas la corona;
el yelmo no, que el yelmo era encantado.
Mas Agricán le llega a la persona
abriéndole una grieta en el costado,
y de cálida grana hebra flamante
corre por la coraza rutilante.

  No tan denso el pedrisco menudea,
ni baja tan espesa la nevada,
como era en esta horrífica pelea
el martillar de la una y la otra espada.
No hay pieza en el arnés que sana sea;
no hay carne que no duela magullada;
salta la malla en leves piezas rota,
y rojo humor de cuando en cuando brota.

  Bien es que lo peor lleva el Circaso,
a quien del pecho mucha sangre mana;
pero el vigor restaura al cuerpo laso
mirando aquella efigie soberana
de gentileza y de beldad; y acaso
es más de lo que pierde lo que gana;
lidiar, morir por ella, hado felice
estima; y de este modo entre sí dice:

  «Por la beldad que en lo alto de aquel muro
me está mirando, venturoso muero.
¡Pudiera al menos expirar seguro
de que dijese, al ver mi fin postrero:
mezquino pago he dado, inicuo y duro,
a fe tan fina, amor tan verdadero!
Si esto decir te oyese, vida mía,
dulcísima la muerte me sería».

  Y sobre esto la ira se le aboca,
el generoso espíritu, el coraje;
haber no cree, si el nombre amado invoca,
pujanza que a la suya se aventaje;
a su rival siniestramente toca,
y al fin le fuerza a que la cresta baje;
mas el brazo flaquea, y el acero
no esgrime ya con el vigor primero.

  Los barones que parias le tributan
y atónitos contemplan la refriega,
abandonarle deslealtad reputan
cuando le ven que al paso extremo llega.
Torindo, sobre cuantos lo disputan,
alza la voz y estarse ocioso niega;
cuanto el peligro crece, menos duda
salir a darle prontamente ayuda.
«Señores, dice, mal contado os fuera
dejar que un noble arrojo así le lleve
a perecer, pudiendo, si quisiera,
contrastar vuestro esfuerzo al hado aleve;
y tú, ¿consientes que a tu vista muera
tu rey, tu salvador, villana plebe?
Dispersábaste ya despavorida,
y él te restituyó la honra y la vid».

  Así diciendo, a la enemiga gente
arremetió Torindo valeroso,
y echó por tierra cuanto halló presente
con el lanzón robusto y poderoso;
sacó luego el acero reluciente,
y matando lo vuelve sanguinoso;
de sangre se ha bañado hasta la gola;
nueva comienza, horrenda batahola.

  Pues cada cual, sea siro, sea circaso,
o sea de Trapisonda o de Turquía,
o de los otros que en silencio paso,
que a todos mencionar largo sería,
el campo deja de enemigos raso;
mientras el falso Trufaldín, que guía
a los de Babilonia y de la Meca,
su gente opone a la mongola y sueca.

  Aunque no un Alejandro Macedonio,
según se ha declarado y se declara,
manda una gruesa hueste el Babilonio,
y doquiera que aporta, una algazara,
una gresca levanta aquel demonio,
que aun al mismo Agricán suspende y para.
«Tu gente, dice al campeón contrario,
ha cometido un yerro temerario.

  »Pero por ella toda a ti condeno,
y me la pagarás temprano o tarde».
Hablando así, partió de furia lleno,
sin decir al Circaso Dios te guarde.
Malo está el uno, el otro no está bueno,
y entrambos de valor hacen alarde;
cada cual, por su parte, rompe, mata,
y legiones enteras desbarata.

  Ya de la gente babilona y sira
las filas Agricán postreras tala,
y a Trufaldín, que cauto se retira,
sigue con intención dañada y mala.
Trufaldín, recordando que la ira
es pecado mortal, y que la gala
del nadador es no mojar la ropa,
pica el rocín y a la ciudad galopa.

  Corre Agricán también hacia la Albraca,
y cuando ya le alcanza y le acuchilla,
una el belitre le jugó bellaca,
que boca abajo se le echó en la silla.
«Yo, dice, como ves, cabalgo un haca,
y tú un. corcel que es una maravilla;
echa el pie a tierra tú, como yo lo echo,
y verás si soy hombre de provecho».

  El Tártaro la cólera contiene.
«Qué me place», respóndele, y se apea.
Dando el caballo a un paje, le previene
que se lo tenga allí, mientras pelea.
Trufaldín que esto ve, no se detiene;
vuelve al punto la grupa y espolea.
El burlado Agricán de enojo bufa,
y riendo el bribón se las afufa.

  De nuevo se trastorna la batalla.
A exhortaciones, súplicas y ultrajes
sorda la circasiana gentüalla,
huye dejando alforjas y bagajes.
A tierra van corazas, yelmos, malla,
tiraban con los arcos los carcajes;
armenio y turco y trapisondo y medo
apelan a los pies, llenos de miedo.

  Huyendo dan con la profunda cava
que a la ciudad estaba en torno abierta,
y la esperanza allí se les acaba
que no hay pasar por puente ni por puerta.
Angélica infeliz se desgreñaba
viendo su gente así acosada y muerta.
La puerta manda abrir, calar el puente,
que salvarse ella sola no consiente.

  De adentro puerta y puente han allanado,
y a entrar la turba en gran tropel se aboca.
Envuelto en ella el rey circaso ha entrado,
y síguele Agricán con rabia loca;
mas calan el rastrillo, y encerrado
queda entre las murallas y la Roca,
y trescientos con él de espada y lanza,
que hacen en los sitiados gran matanza.

  Con Sacripante el gigantón Burdaco,
que era Emir de Damasco, entrado había.
Hecho una cuba, acércase el bellaco,
y al tártaro Agricano desafía.
De lado embiste, y dice, echando un taco:
«Desventurado rey, llegó tu día».
Oyéndole Agricán al punto para,
da media vuelta, y al jayán se encara.

  Manejaba una porra el Damasquino
con cierto regatón de plomo al cabo
que pesaba un quintal, como un comino;
y esgrímela a dos manos contra el bravo
tártaro, que la encuentra en el camino
con la espada, y la parte, como un nabo,
por la mitad. «Veamos, le decía,
si llegó el tuyo o si llegó mi día».

  Y dicho así, le tira un gran fendiente
que medio a medio el morrïón le taja,
y medio a medio le partió la frente,
y hasta la barba, y hasta el pecho baja.
Del vasto cuerpo el ánima doliente
con mal formada voz se desencaja;
y de sesos y vino y sangre inmunda
más de una tonelada el campo inunda.

  Ciego Agricán y falto de sentido,
se enfrasca más y más en la reyerta.
¡Oh, si al magín le hubiese allí venido
dar dos pasos atrás y abrir la puerta!
Quedaba aquel negocio conclüido,
y tu hija, Galafrón, cautiva o muerta;
mas la venganza que sediento busca
le desatienta y la razón le ofusca.

  Ni extramuros la lidia en tanto afloja;
diré más bien la rabia y la matanza;
la tierra está de sangre en torno roja,
en cuanto a descubrir la vista alcanza;
cuál hay que al foso a perecer se arroja,
y cuál, por no morir a espada o lanza,
de sed y de fatiga y bajo el peso
de hombres, caballos y armas, muere opreso.

  Empero la ciudad mayor tumulto,
más horror, más espanto manifiesta.
Va de Agricán el pavoroso bulto
cual de la Parca la visión funesta;
lanzando muerte, a nadie otorga indulto,
y báñase de sangre hasta la cresta.
Bayardo a gran fatiga sobre la alta
pila de destrozada gente salta.

  Estaba en tanto el rey de Circasía
tendido largo a largo sobre un lecho,
y por la mucha sangre que vertía,
como antes dije, del herido pecho,
combatir no tan sólo no podía,
mas ni aun tenerse el infeliz derecho;
inerme está y desnudo el Circasiano,
y cátale la herida un cirujano.

  Y como de Agricán la gresca oyese,
que no hace un terremoto igual fracaso,
pregunta inquieto: «¿Qué alboroto es ése?»
Llorando un paje le refiere el caso;
y oído, salta, y sin que osado fuese
nadie a tenerle, arrebatando al paso
la espada y el escudo, sale aprisa,
llevando sólo a cuestas la camisa.

  Al ver el triste resto de su gente
envuelto en pavorosa fuga todo,
«¡Cobardes!, grita dolorosamente,
que un hombre solo espanta de ese modo,
¿cómo osáis a la luz mostrar la frente?
Corred a soterraros en el lodo.
Ya que sin el honor la vida os tienta,
¿por qué buscáis la muerte con la afrenta?

  »Hüid, mientras que yo la lid sustento,
mal herido, sin armas y desnudo».
Suspenso el vulgo le escuchó un momento,
de maravilla y de vergüenza mudo;
y luego vuelve atrás con fresco aliento,
y nueva lucha empeña. ¡Tanto pudo
un generoso ejemplo, y tanto cunde!
Al que medroso huyó, coraje infunde.

  Agricán, que en la Albraca muerto había
número de contrarios infinito,
con los que ahora Sacripante guía
traba otro nuevo, aunque no igual conflito;
que si bien ejecuta todavía
estrago en ellos bárbaro, inaudito,
más que Agricán les pone susto y miedo,
el mirar a su rey les da denuedo.

  Sus cuerpos a los tártaros presentan
cubriendo la persona del Circaso,
y por vil gente y sin honor se cuentan
si pierden combatiendo un solo paso;
de flechas ni venablos se contentan;
densa es la turba y el terreno escaso;
dan los paveses sin cesar batidos
un retintín que asorda los oídos.

  Mas Sacripante a todos se adelanta,
y haciendo pruebas estupendas viene.
Desnudo cual está y herido, espanta
el ver cuán alentado se mantiene;
esfuerzo muestra y ligereza tanta
que nada le embaraza o le entretiene;
golpes da y quita a un mismo tiempo varios,
y ocupa él solo a más de diez contrarios.

  Ya la cortante espada en torno gira,
ya a dos o tres ensarta con la lanza;
ora un gran dardo, ora un peñasco tira,
ora recula, ora terrible avanza.
Agricán poco a poco se retira,
y con toda su furia y su pujanza
ve que el tomar la plaza es vano intento,
pues de los suyos no le quedan ciento.

  Ni a reparar el rey se daba manos
de tantos golpes la tormenta espesa,
pues de circasos era y albracanos
la acometida cada vez más gruesa.
Haciendo siempre esfuerzos sobrehumanos
se baña de sudor, vacila, asesa;
acribillada tiene la loriga,
y tropa nueva sin cesar le hostiga.

  Como de cazadores apremiado
deja el león su patrio bosque y cueva,
y de mostrarles miedo avergonzado,
alta la frente y erizada lleva,
ruge, y a cada voz revuelve airado,
bate la cola y el lidiar renueva;
tal aquel rey soberbio al enemigo
pone, aun cediendo, espanto, y da castigo.

  A cada veinte pasos se detiene
y a los que le persiguen hace cara;
pero la turba que a ofenderle viene
y que continuamente se repara,
crece de modo y tal caudillo tiene,
que en proseguir la empresa delirara;
y sin embargo lo peor le resta,
que otra nueva avenida le molesta.

  Pero de Albraca es fuerza que me aleje
busque otros objetos a la vista,
aunque la. bella Angélica se queje
de que en tan duro trance no la asista;
porque, según los hechos que entreteje
el reverendo Arzobispal Cronista,
cumple a Reinaldos ir, que en el asiento
de una fresca pradera toma aliento.

  En cándida hacanea ve una dama
que, según llora, de dolor se muere.
El buen señor de Montalbán la llama,
y cortés la saluda, y la requiere
que por aquella cosa que más ama,
y por el santo a quien devota fuere,
y por todos los ángeles del cielo,
le diga la ocasión de tanto duelo.

  Llora ella y la hace el llanto más hermosa
que el de la aurora al entreabierto lirio,
o que labor de perlas primorosa
a roja tela de artificio tirio.
«Ando perdida en busca de una cosa,
y hallarla, respondió, tengo a delirio:
un caballero que con una hueste
de caballeros a lidiar se apreste».

  «Aunque igualar, el noble paladino
así responde, a un par tan sólo dellos,
cuantimás a una hueste, no imagino,
ese tan tierno lloro, y de esos bellos
luceros el encanto peregrino
me inducen de tal modo a acometellos,
que de morir o de acabar la empresa,
si la fías de mí, te hago promesa».

  Contesta la doncella suspirando:
«Te doy las gracias por la oferta, amigo.
En busca de potente acorro ando;
y aunque sin fruto, en la demanda sigo.
Sábete que uno dellos es Orlando,
y si oíste su fama, harto te digo.
Ni es gente la demás poco gallarda.
No al brazo tuyo empresa tal se guarda».

  «Con doble causa este favor te pido;
primo de Orlando soy; partamos luego».
Reinaldos de este modo ha respondido,
y fervorosa instancia añade al ruego.
Ella le pinta el Río del Olvido,
y de la falsa Dragontina el ciego
laberinto en que tanta ilustre gente
del mundo vive y de sí misma ausente.

  Flordelís esta dama se llamaba;
la que salió, según fue arriba expreso,
del hadado vergel en que dejaba
a su querido Brandimarte preso.
Como tanto Reinaldos la rogaba
que fïase a sus armas el suceso,
ella, que el garbo advierte, la apostura
y la marcial briosa catadura

  del caballero que en edad florida
tan generoso espíritu demuestra,
su ofrecimiento acepta agradecida,
y sonrïendo le alargó la diestra.
Mas del presente canto la medida
aquí se cumple, y con licencia vuestra,
mientras la débil voz alienta un poco,
vuestra atención para el siguiente invoco.

autógrafo

Andrés Bello


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Incluido en Poesías Andrés Bello; prólogo de Fernando Paz Castillo, en www.cervantesvirtual.com