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      CANTO III

    EL BOSQUE DE LAS ARDEÑAS

Es el juzgar con tino cosa rara,
y más, de lo distante y de lo oculto;
que si en materia a veces simple y clara,
y que delante vemos y de bulto,
ilusiones que nadie sospechara
sacan de quicio a un pensamiento adulto,
¿qué tiene de difícil o de extraño,
de lejos y entre sombras, el engaño?

  Cumple juzgar con reflexión madura
que a nuestra mente limitada alumbre;
y no, tras una débil conjetura,
dejarnos ir, siguiendo una vislumbre;
cosa que en muchas partes la Escritura
condena como pésima costumbre,
porque hace a la jineta andar los cascos,
y da a los hombres infinitos chascos.

  Lo cual proviene (como nadie ignora
que haya leído a Condillac y a Locke)
de que el alma, embestida, a cada hora,
de objetos mil, no los ensaya al toque
de una análisis escudriñadora
que todo lo averigüe, observe, toque,
cale, registre, husmee, persiga, atrape,
de manera que nada se le escape.

  Inobservado un mínimo accidente,
sucederá que del nivel se aparte
de la razón el hombre que no cuente
con él, o como inútil lo descarte;
a que se agrega este otro inconveniente,
que si a la observación no ayuda el arte
del raciocinio, todo cuanto apaña
la mente, en vez de aprovechar, le daña.

  Al presentarse Astolfo en el palenque,
¿imaginarse puede que resista
aquel garzón pulido, muelle, enclenque,
a un corpulento gigantón? Que embista,
es demasiado ya; que venza, ¿quién que
tenga razón, y sobre todo, vista,
no pensará que en lo imposible toca?
Pues todo el que lo piensa se equivoca.

  Fiaos, pues, de autoridad tan vana;
venga contra este ejemplo, y argumente
y filosofe el sabio hasta mañana.
Hay en la vida una fatal pendiente
en que gravita la razón humana
hacia lo insustancial y lo aparente,
y en la ilusión encuentra su elemento.
Ya basta de sermón; vamos al cuento.

  Oye el jayán soberbio al arriscado
paladín, y se abrasa en rabia loca,
como quien cree que el ser desvergonzado
es cosa que tan sólo a él le toca.
«Acaba, charlatán», dice enfadado;
a su contrario cada cual se aboca;
Astolfo, que otra lanza no tenía,
blande, ya lo sabéis, la de Argalía.

  «Verás cómo te ensarto por la punta,
dice el jayán, menguado lechuguino».
El mismo Astolfo algún desmán barrunta,
y confesara, a lo que yo imagino,
si hacérsele pudiese la pregunta,
que el jayán no iba fuera de camino.
Embiste, empero, denodado, y, sólo
a un tiento de la lanza derribolo.

  El que viese a una torre apuntalada
con picos y hachas demoler la base,
y hacer que los puntales que apoyada
la tienen, poco a poco el fuego abrase,
y con súbito estruendo desplomada
el campo henchir de escombros la mirase,
figurarse pudiera el repentino
fragor con que Grandonio a tierra vino.

  Sonó como un arcón que de armas lleno
desde algún alto mirador cayera.
Mudo ha quedado, y cual de vida ajeno,
el campo todo, cuan extenso era.
Ven rendido en la tierra al sarraceno,
y hubo quien a sus ojos no creyera.
Carlomagno lo mira y lo remira,
y lo tiene por sueño y por mentira.

  Como Grandonio, al ser descabalgado,
cayese por la mano de la rienda,
el ancha grieta que en aquel costado
le abrió el marqués, una laguna horrenda
hizo de sangre. Asístele un criado,
y en árabe a Mahoma lo encomienda,
pues tanto era profunda aquella herida
que a poco más costárale la vida.
Campeaba el inglés en muestra ufana,
cuando se ven llegar con regia enseña
dos caballeros de nación pagana.
Feo y de catadura zahareña
montaba el uno dellos negra alfana,
cuatralba, velocísima, extremeña:
es Felixmarte, rey de los Algarbes,
famoso entre los príncipes alarbes.

  El otro infante, a la francesa corte
recién venido, Ormundo se nombraba,
joven de blanca tez y bello porte,
cuya estirpe real señoreaba
de la Tartaria lo que mira al norte,
y la Albarrosia y cuanto el Volga lava.
Nada vale el denuedo, nada el arte:
muerden el polvo Ormundo y Felixmarte.

  Pero, mientras la lanza prodigiosa
derriba cuanto encuentra por delante,
y llora Carlomagno y le rebosa
de inesperado júbilo el semblante,
y de tan nueva y tan extraña cosa
estupefacto el vulgo circunstante,
ya enmudecido al noble duque otea,
ya estrepitoso aplaude y victorea;

  al conde Gano el caso notifica
un paje, que partió como un venablo
a darle cuenta. Galalón replica:
«Si borracho no estás, lléveme el diablo»
El paje se le afirma y ratifica,
jurando por San Pedro y por San Pablo
que, con sus propios ojos, de la tela
vio sacar a Grandonio en parihuela.

  Tanto que Gano al fin tragó la cosa;
y como se le acuerda que él es Gano,
y materia no cree dificultosa
darle gato por liebre a Carlomano,
resuelve entrar en danza, y a la rosa
o por fas o por nefas echar mano;
cuanto más, que una justa con Astolfo
no era pedir cotufas en el golfo.

  Catorce condes Galalón apresta,
y llévalos a toelos de reata;
con gran prosopopeya va a la fiesta,
y de lucir la personilla trata.
Llegado a Carlomagno, le protesta
con voz meliflua y cara mojigata
que haber venido a tales horas siente,
mas que en servicio suyo ha estado ausente.

  Dudo que Carlos le creyese; empero
atención le prestó benigna y leda.
Gano diputa al duque un mensajero
diciéndole que entre ellos (si no queda
algún otro pagano caballero)
a terminar la justa se proceda;
y que viene tan guapo y tan lucido,
porque hacerle desea honor cumplido.
  «Mira, repuso Astolfo (la paciencia
no era su fuerte), le dirás a Gano
que no hallo entre él y un turco diferencia;
que yo siempre le tuve por pagano,
hombre sin ley, sin alma y sin conciencia;
que venga, y llevará una buena mano;
y que con su privanza y su guapura
le estimo en lo que a un saco de basura».

  Oyendo el conde Gano tanto ultraje,
apela a su genial filosofía;
finge reír de lo que dice el paje.
«Tiene el inglés gracioso humor, decía,
todo blandura el exterior visaje;
toda el alma rencor y felonía.
Verás, dice entre dientes, casquivano,
si es saco de basura el conde Gano».

  Hincando a su bridón el acicate,
dispara contra Astolfo, cual saeta.
«Pagarásmela, dice, botarate».
Pero el buen Galalón no era profeta.
También Astolfo las espuelas bate,
y los ijares al roano aprieta;
y a Galalón tocando con la lanza,
le hace en el barro hundir la oronda panza.

  ¿Visteis tal vez un figurón de paja,
tirado al cielo, revolver liviano,
y el gesto imperturbable con que baja,
y caído, no mueve pie ni mano?
Pues ninguna o poquísima ventaja
le lleva en el caer al conde Gano.
A levantarle el bando infiel venía,
mientras Macario al duque arremetía.

  Éste de Galalón era pariente,
y acompañole al punto en el desaire.
Pinabel, de la misma infame gente,
alzar también las piernas quiso al aire;
satisfízole Astolfo cortésmente,
y echole a tierra con gentil donaire;
bien que el traidor, después que estuvo abajo,
no mostró agradecer el agasajo.

  Que Astolfo ciertamente el prez alcanza
ya por el campo todo se susurra.
«¿No queda, campeones de Maganza,
dice el inglés, quien a la lid concurra?
Venid, amigos, a probar mi lanza;
venid, que yo os prometo linda zurra».
Esmeril, provocado de este insulto,
sale, y también da en tierra con el bulto.

  Pero Falcón, que a todo está presente,
pensó con una treta alzar la baza;
en apartado sitio, conveniente
a poner en efecto lo que traza,
se hizo a la silla atar bonitamente
con gruesas cuerdas, y volvió a la plaza.
Astolfo vino sin sospecha, y trajo
la mejor voluntad de echarle abajo.

  Y con la lanza del astil dorado
diole un golpe tal cual en la cabeza.
Entre caigo y no caigo el amarrado
campeador se tuerce y se endereza,
tanto que el vulgo malicioso ha dado
en el ardid, y a rebullirse empieza,
y a reír y a gritar: «Dale al perjuro;
dale, que está amarrado, dale duro».

  Échanle a voces y silbidos fuera;
de que mostró quedar nada contento.
«Venga, dice el inglés, venga el que quiera
que le sacuda el polvo, y al momento
le serviré de la mejor manera;
si no basta una cuerda, traiga ciento;
y átese bien, que con menor fatiga
a un bribón de ese modo se castiga».

  Anselmo de Altarripa, confidente,
primo de Galalón, y paniaguado,
con Ganil de Valclosa, otro valiente
de la misma ralea, ha concertado
que a embestir vaya al duque frente a frente,
y él le acometerá del otro lado.
Por detrás, dice, «yo, tú por delante,
le hemos de hacer que en otro tono cante».

  En tanto, pues, que el paladín lozano
endereza a Ganil su lanza hermosa,
le viene Anselmo por detrás pian piano;
y cuando Astolfo, hiriendo al de Valclosa,
ir se dejaba el cuerpo tras la mano,
hácele el de Altarripa la forzosa,
dándole en la cerviz con gracia tanta,
que en el suelo de bruces me le planta.

  Piense el que tenga hiel y entendimiento
si los brazos Astolfo pondrá en jarras.
Cual jabalí, cual toro truculento,
cual preso tigre, que saltó las barras,
de un alevoso tiro al sentimiento,
se enfurece, y con dientes, cuernos, garras,
con lo que puede a su ofensor se arroja,
y ni aun verle morir le desenoja;

  Tal o mayor la cólera semeja
de Astolfo, acuchillando a la pandilla.
Vio a Grifón (de quien dicho ya se deja
que le sacó Grandonio de la silla),
y diole de revés en una oreja
tan a sabor, que a grande maravilla
se tuvo no le hubiese el casco hendido;
pero cayó el pobrete sin sentido.

  Allí es la gresca, allí la barahunda,
allí el gritar los condes, mata, mata.
Parece que la plaza toda se hunda;
de asesinar al pobre inglés se trata.
Métese Carlomagno entre la tunda,
(que por cierto fue acción poco sensata;
el ser emperador le vino a cuento);
y haciendo relumbrar su espada al viento,

  «Aparta, Astolfo, grita, aparta, Gano;
¿de ese modo mi corte se respeta?
¿no veis que está delante Carlomano?
¿o me tenéis quizá por un trompeta?»
En esto el buen Grifón, que con la mano
la oreja cercenada se sujeta,
se echa a los pies de Carlos, y afligido
dice que Astolfo a sinrazón le ha herido.

  Pero Astolfo, que un áspid está hecho,
sin que el respeto a Carlos fuese parte
a contenerle, clama: «Hoy a despecho
del mundo, vil Grifón, he de matarte.
El corazón te he de sacar del pecho;
y aún no es, cual tú mereces, castigarte».
Grifón le dice: «En poco te estimara,
si lejos de este sitio te encontrara;

  »mas callo, porque el amo está delante;
no por ti, que sabemos bien lo que eres».
«¡Desvergonzado malandrín! ¡bergante!
repuso Astolfo, ¡voto a Dios que hoy mueres!»
Carlomagno, inmutado en el semblante,
«¿Donde yo estoy, le dice, tal profieres?
Si urbanidad no sabes, ¡vive el cielo!
la aprendas a tu costa, bellacuelo».

  Pero Astolfo no ve, no oye, no siente;
antes se arroja con violencia extrema
a cuanto magancés está presente,
cada vez más frenético en su tema.
En esto asoma Anselmo, aquel valiente
que fraguó la villana estratagema.
Astolfo, al verle, brinca, cual manchada
onza, y tírale al pecho una estocada.

  Y le horadara como blanda pulpa,
si a punto el rey del brazo no le asiera.
Todos ahora al duque echan la culpa;
Carlomagno mandó que preso fuera.
Llevado es el mezquino a do le esculpa
un cincel doloroso en la mollera;
que es propio fuero de Fortuna aleve
que uno merezca el prez y otro lo lleve.

  Aquella rosa de valor divino
que con tanto peligro fue buscada,
por quien tanto barón a tierra vino,
y tanta noble lanza fue quebrada,
no a Ricarte se dio, no a Serpentino,
no a Urgel fue, no a Oliveros otorgada,
ni a tantos otros de gallarda prueba;
y Anselmo de Altarripa se la lleva;

  ¡Aquel traidor Anselmo de Altarripa,
de magancesa estirpe, atroz, villana!
¡Oh ilusión que tan tarde se disipa,
loor, aplauso, admiración humana!
¡Cuán necio aquel que por ganaros hipa!
Y si os alcanza al fin, ¡cuán poco gana!
Dígalo el noble paladín que ahora
en una torre aprisionado llora.

  Mas consolarse pudo bien, pensando
cuánto más grave pena ha dado el cielo
a Ferraguto, a Montalbán y Orlando,
que atormentados de febril anhelo
errantes por el mundo van, tirando
amor a todos tres de un mismo anzuelo.
A las Ardeñas cada cual dirige
su curso; mas diversa senda elige.

  Primero el paladín Reinaldos llega,
y por el verde yermo se aventura.
Atravesando una escondida vega
por una selva entró de gran frescura,
poblada de altos árboles, que riega,
serpeando entre guijas, onda pura,
que al fin en un estanque duerme mansa,
y fatigada de correr, descansa.

  Era el brocal de cándido y pulido
mármol, labrado de sutil relieve,
do el cincel los amores ha esculpido
de Iseo y de Tristán en punto breve.
Y bajo signo tal fue constrüído,
que si un amante de sus aguas bebe,
lo que ama olvida; dije mal, con presta
mudanza lo aborrece y lo detesta.

  Merlín se dice haberlo fabricado,
porque Tristán, que de la bella Iseo
andaba locamente enamorado,
bebiendo allí, su abrasador deseo
trocase en aversión. ¡Vano cuidado!
Por más que en vagoroso devaneo
tanta parte del mundo visitara,
no quiso Amor que por allí pasara.

  Reinaldo hacia el estanque el paso mueve,
casi rendido a la calor ingrata,
desmonta; y viendo aquel licor aleve,
puro a la vista como tersa plata,
abrasado de sed se inclina y bebe,
y la sed y el amor a un tiempo mata;
a la inquietud, al ansia furibunda,
fría calma sucede y paz profunda.
El mirar que en el alma trajo impreso
se le borró; la célica hermosura
que en cien lazadas le ha tenido preso,
mentirosa ilusión se le figura;
y empieza a discurrir con grave seso
en la majadería y la locura
de andar un hombre así de ceca en meca
tras una mujercilla, hecho un babieca.

  Aquel bello semblante ya no es bello:
la boca era un coral, ya es otra cosa;
ya no hay oro de Ofir en el cabello,
ni en las mejillas azucena y rosa;
Reinaldos finalmente cayó en ello:
encuentra ser la que adoraba diosa
una mujer no más. ¡Tirana suerte!
A la que idolatraba odia de muerte.

  En conclusión, Reinaldos resolvía
dar a París la vuelta en derechura;
y en esto vio otra fuente que corría
con apacibles ondas, tersa y pura.
Cuantas abril pintadas flores cría,
esmaltan de su margen la verdura:
un olmo erguido, un arrayán, un boldo
a jazmines y lirios hacen toldo.

  Esta fuente Merlín de otra manera
encantó: el que en su linfa el labio pone,
a la persona que ha de ver primera
de opuesto sexo, es fuerza se aficione,
y dulcemente esclavizado, entera
la voluntad le rinda y le abandone.
Reinaldos no hace caso de esta fuente,
que ya en otra templó la sed ardiente.

  Mas del silencio y del frescor sabroso
de aquella verde selva convidado,
a Bayardo dejando el oloroso
trébol pacer de un solitario prado,
a gozar un momento de reposo
reclínase; y apenas ha cerrado
los ojos, la Fortuna (que se niega
al que la busca, y si la esquivan, ruega),

  Lo que Reinaldos ya no le pedía,
ahora por lo mismo le depara;
aquella por quien antes se moría,
aquella, que tan ciego le arrastrara,
hacia el paraje en que el barón dormía
viene derecha, y junto al agua para
que amor infunde, y junto al joven bravo.
Al asno muerto la cebada al rabo.

  La dama arrienda al olmo su rocino,
y aplícase a los labios una caña,
con que el licor sorbiendo cristalino
que los sentidos dulcemente engaña,
muy otra se sintió de lo que vino,
merced al gran profeta de Bretaña;
y, visto el adormido caballero,
harto más calorosa que primero.

  Al verle reposar tan blandamente
sobre la fresca florecida cama,
parécele sentir un clavo ardiente
que el pecho enciende en repentina llama.
Aquel rostro dormido, aquella frente
bella y serena, un no sé qué derrama
que suspensa la tiene y embebida
con todos los sentidos, alma y vida.

  Tal en la selva un can de buena raza,
que en seguimiento va de liebre o ave
(y es de las cosas que Natura traza
cuya causa no pienso que se sabe),
si de pronto la ve, no le da caza,
mas, cual si allí la vida se le acabe,
queda improvisamente mudo y quieto,
fijos los ojos en aquel objeto.

  Con rostro está, de un ansia intensa lleno,
ante el barón la bella peregrina;
luego a coger por el distrito ameno
flores que echarle, acá y allá se inclina;
ora en puntillas, palpitando el seno,
suspenso el respirar, se le avecina;
ora hacia atrás cobarde el paso mueve;
quisiera despertarle, y no se atreve.

  Después que un hora larga ha reposado
el joven paladín en la floresta,
recuerda; ve la damisela al lado,
y extrañamente el verla le molesta.
Ella le saludó con mucho agrado,
y él no sólo al saludo no contesta,
mas, como si un vestiglo allí mirase,
apresuradamente monta y vase.

  Como era natural con tanta priesa,
tomó de todos el peor sendero.
Seguíale de lejos la princesa
diciendo: «Para, para, caballero;
escúchame un instante». Mas no cesa
Reinaldos de romper con su ligero
Bayardo por el bosque, y así para,
como si el diablo mismo le llamara;

  Mientras siguiendo esotra al que lejano
casi se pierde en el ramaje umbrío,
clamaba: «¿Por qué huyes, inhumano?
¿Qué causa he dado a tan crüel desvío?
¿Qué significa ese desdén tirano?
Amor a ti me arrastra, dueño mío;
y si te sigo ahora, y si te llamo,
porque te adoro es, y porque te amo.
  »Te sigo amante, y tú de mi te alejas,
y aun el darme un adiós te es cosa dura.
¿Te importuna el acento de las quejas?
¿Te es ofensa una cándida ternura?
Vuelve, y mira a lo menos lo que dejas;
que no es, no, tan horrible mi figura;
ni suele ser mi edad menospreciada,
sino con rendimientos halagada.

  «¡Ah! no vayas (que el verlo me da espanto),
no vayas por tan áspero sendero,
que si el hüir de mí te obliga a tanto,
dar otro paso en pos de ti no quiero.
¡Desgraciada! mis voces y mi llanto
¿a quién derramo así? ¿qué más espero?
Huyó; se lleva el viento mis querellas;
y van mi vida y mi esperanza en ellas».

  Así sembraba mísero lamento,
que se repite en eco dolorido,
y hasta las fieras mueve a sentimiento,
mas no aquel corazón empedernido.
Confuso más y más cada momento
se oye en el bosque el cuádruple sonido,
y cuando al cabo en la distancia expira,
con doble pena Angélica suspira.

  «¿Conque el afecto, exclama, cariñoso
que en París me mostraste, era falsía?
¿Pude pensar que en cuerpo tan hermoso
un corazón desamorado había?
¿Qué pecho hay tan arisco que piadoso
no fuese a una pasión como la mía?
¿O cuál se vio tan intratable fiera
a quien más el halago embraveciera?

  »¿Qué te costaba concederme, ingrato,
una palabra sola, e irte luego?
Que el placer de tu vista, un breve rato
templado hubiera este importuno fuego.
Mas ¡ay! quedó en mi pecho tu retrato,
enemigo mortal de mi sosiego;
cebo de una pasión que nada calma,
porque borrarla es imposible a el alma».

  Diciendo así, los bellos miembros echa
sobre la verde yerba; ayes arroja;
suspira, y suspirar no le aprovecha,
el impío dolor ni un punto afloja.
Ahora calla, ahora se despecha,
y de copioso llanto el suelo moja.
Mas a la grave cuita que padece
se siente al fin rendida, y se adormece.

  Descanse enhorabuena el angelito.
¿No será bien os hable de Gradaso,
que acaudillando ejército infinito
las regiones devasta del Ocaso?
Dejarémosle estar otro poquito,
que ya se nos vendrá más que de paso.
A Ferraguto es menester se vuelva,
que viene echando chispas por la selva.

  Está el moro de cólera, que brama,
y enamorado está, que se derrite;
ira le enciende, y sopla amor la llama;
y por el mundo no dará un ardite,
si no acierta a topar la esquiva dama,
que jugar le parece al escondite,
o no topa a lo menos al hermano
para enseñarle a ser más cortesano.

  Pues como en la espesura entrar le place
y por lo más tupido da una vuelta,
va que a la sombra un caballero yace;
es Argalía, y duerme a pierna suelta.
Al ver que atado su caballo pace,
desmonta, arrienda el suyo, al otro suelta,
y con un palo dándole en las ancas
le hace volar por riscos y barrancas.

  Ansioso de volver a la pelea,
a despertar al joven se encamina;
mas pareciole acción grosera y fea;
aguardar que él despierte determina;
mira abajo y arriba, se pasea;
ora se sienta y ora se reclina;
al diablo daba aquel dormir tan largo,
que a su justa venganza pone embargo.

  Recordando por fin el caballero,
halla que Rabicán tomó el portante,
y andar le es fuerza a pie, como un palmero;
con que se puso de asaz mal talante.
«Aquí estoy yo, le dice el altanero
Ferraguto parándose delante;
hoy uno de nosotros aquí muere;
mi caballo será del que venciere.

  »Yo el tuyo, si lo ignoras, he soltado
por impedirte que a la fuga apeles.
Anduviste conmigo malcriado;
mas otra no me harás de las que sueles;
ahora que la tierra te he cerrado,
es menester que por el aire vueles.
¡Ánimo, pues! resiste al brazo mío;
que está en el pecho, no en la espalda, el brío».

  En voz alta el mancebo y faz serena
responde: «Es por demás que te conteste
si aquélla fue crianza mala o buena,
porque no es tiempo de argumentos éste.
Sólo diré que tú, ni una docena
de Ferragutos, ni una entera hueste,
hüir me hiciera, y que si pude hacello,
fue por tener mi hermana gusto en ello.

  »Y el que con lengua diga zafia y tosca
que temí, mentirá por el gargüero».
A Ferraguto le picó la mosca;
como pintada sierpe que a un ligero
tiento de incauto pie se desenrosca
y acomete, silbando, al pasajero,
así furioso el español se lanza
al Argalí, sediento de venganza.

  Ni el otro en el furor le cede nada.
Trábase pavorosa batahola,
y del estruendo horrísono asustada,
se estremece la selva opaca y sola.
Sabiendo el Argalía que a su espada
es Ferraguto invulnerable, alzola;
ya que sacarle sangre es vano intento,
privarle imaginó de sentimiento.

  Sobre el testuz le esgrime un altibajo;
mas entendiole Ferragú la traza;
súbito se le cuela por debajo,
y entre sus brazos al contrario enlaza.
Tiene Argalí para el marcial trabajo
más firme el pulso, y con más fuerza abraza;
pero destreza tuvo el moro mucha,
y un tanto más experto fue a la lucha.

  No es mucho, pues, que al del Catay postrara;
bien que bregando el vigoroso infante
encima se le monta, y en la cara
golpes le da con el ferrado guante.
Mas otra ofensa Ferragú prepara;
empuñando la daga rutilante,
por un oculto ojal del coselete
hasta los gavilanes se la mete.

  Brota de rojo humor copiosa fuente,
y la forma gentil se desmadeja,
como lacia se dobla tristemente
una flor que al pasar tronchó la reja.
Con apagada voz y balbuciente,
como a quien ya mortal angustia aqueja,
«Un solo don, decía, pues que muero,
te pido me concedas, caballero.

  »Ruégote por tu mérito excelente
y a fuero de leal caballería,
que a un hondo río arrojes juntamente
este mi cuerpo, y la armadura mía;
no sea que al mirarla alguno afrente
mi nombre y fama, y diga acaso un día:
Ruin caballero es fuerza que haya sido
el que con estas armas fue vencido».

  El yelmo Ferragú le suelta y quita,
tornada en compasión la furia brava,
y ve en los ojos y en la tez marchita
que el aliento de vida se le acaba.
Vanamente la sangre solicita
restañar, que las ricas armas lava;
en sus brazos apoya al infelice,
ya cercano a expirar, y así le dice:

  «¡Desventurado joven y dichoso
en tan temprana y tan honrosa muerte!
La alegre vida en el albor hermoso
de juventud te arrebató la Suerte.
Pero renombre dejarás famoso
de cortés caballero, osado y fuerte.
¡Ay! a quien da Fortuna edad más larga,
suele enojosa hacérsela y amarga.

  »Y pues ya estás en sosegado abrigo,
y miras la tormenta desde el puerto,
generoso perdona, si contigo
loco de amor, he peleado a tuerto.
Al grande Alá poniendo por testigo,
del triste don que pides te hago cierto;
tu yelmo, si te place, solamente
reservaré, para cubrir mi frente.

  »Préstame el uso de esta sola pieza,
mientras que de otra a proveerme llego».
Inclinose la pálida cabeza,
como dando a entender que accede al ruego.
Oculto el español en la maleza
se estuvo hasta expirar el mozo, y luego
lo prometido aí ejecutar se apronta,
y en su corcel con el cadáver monta.

  Habiéndose a la frente acomodado,
separada la espléndida cimera,
aquel yelmo fatal, que destinado
a un porvenir más venturoso fuera,
lleva con lentos pasos el helado
cuerpo de un ancho río a la ribera,
y do más honda y rauda es la corriente,
suelta la infausta carga blandamente.

  Un rato el agua se quedó mirando,
y luego por la selva solitaria
pensativo se fue, mientras Orlando
cruzaba el yermo en dirección contraria.
En busca de la dama jadeando
llegaba el conde, y plugo a la voltaria
Fortuna, o fuese el diablo, que la viera;
para hacerle tal vez la burla entera.

  Profundamente Angélica dormía,
jugando el viento en el brïal de seda;
rosas el campo alrededor abría,
y susurraba amores la arboleda.
Al verla Orlando, ¿qué pensáis que haría?
Embebecido, estupefacto queda,
la boca abierta, la mirada fatua;
más que hombre vivo, inanimada estatua.

  Tal el que inspira el hálito que el cielo
por arma, infecta boa, darte quiso,
tor e la vista y turbio el cerebelo,
enajenado queda de improviso.
«¿Qué es esto?», dice el conde medio lelo,
¿es la vida mortal? ¿o el paraíso?
¿es de mi caro dueño aérea copia
con que me engaña Amor? ¿o es ella propia?

  Pasándosela en estas y otras flores,
se echa a tierra a mirarla el necio amante.
En batallas más ducho que en amores,
ignoraba, bisoño cortejante,
ser doctrina común de los doctores
que el que ve la ocasión y en el instante
no la agarró de la fugaz guedeja,
se tira luego de una y otra oreja.

  Ferraguto, que viene cabalgando
por aquella mismísima ladera,
mira, mas no conoce al conde Orlando,
que sin divisa estaba y con visera.
Maravillose; mayormente cuando
reparó en la dormida compañera;
quién ella sea un breve instante duda;
luego horrorosamente se demuda.

  Pensando que a guardarla atendería
aquel desconocido, en altaneras
y descompuestas voces prorrumpía,
y dícele de buenas a primeras:
«Esa dama no es tuya, sino mía,
y serte ha sano que dejarla quieras;
donde no, vida y dama todo junto
has de dejar en este mismo punto».

  Hacia el recién venido alzó la testa
Orlando, y le responde algo mohino:
«Tengarnos, camarada, en paz la fiesta;
ve, por amor de Dios, ve tu camino.
¿De dónde sabes tú qué dama es ésta?
Naturalmente yo a la paz me inclino;
pero, si he de decirte lo que siento,
no me pareces hombre de talento».

  El español, que luego se mosquea,
«¡Hola!, le respondió, ¿conque al acero
quieres que apele? Bien que no se vea
señal en ti de noble caballero,
de igual a igual la competencia sea;
fácilmente, ladrón, probarte espero
que es el contradecirme empeño vano».
Y esto dicho, a la espada puso mano.

  Salta con vista entonces fulminante
el conde, que un volcán de furias era.
«Yo soy Roldán» poniéndose delante
dice, y alzando a un tiempo la visera.
Hácele extraños visos el semblante;
catadura jamás se vio tan fiera.
Ferraguto quedó medio aturdido;
pero tomó al instante su partido.
Con acento responde resoluto:
«No piense hombre mortal que me intimida;
si Roldán eres tú, yo Ferraguto;
a espada al punto el pleito se decida».
Monta Roldán en su alentado bruto,
y se juega en efecto la partida
de igual a igual, pues tienen al acero
ambos a dos impenetrable el cuero.

  Al espantoso estrépito despierta
la dama, y viendo, como claro vía,
que era por causa suya la reyerta,
y que las costas ella pagaría,
huye despavorida y medio muerta,
por do sus pasos la Fortuna guía.
Y no hubo andado bien medio minuto,
notan su fuga Orlando y Ferraguto.

  «Distante va, no hay hoja que rebulla
(el conde dijo, echando atrás la espada).
En vano el uno al otro se magulla,
cuando el vencer no ha de valernos nada;
que en dejar que nos plante y se escabulla
perdemos uno y otro la parada.
Si una amorosa súplica te obliga,
permíteme, te ruego, que la siga».

  Con risa amarga y mal disimulado
enojo dice el español adusto:
«Ciertamente que es raro el desenfado
con que de mí dispones a tu gusto.
Hubiérasme a lo menos convidado
a seguir la batida; pero ¿es justo
que uno deje la res y otro la corra?
Pelea, conde, y súplicas ahorra.

  »De paces ni de treguas no se trate,
que si eres duro tú, yo no soy blando».
«Pardiez que es un solemne disparate
argumentar contigo», exclama Orlando.
Con doble furia trábase el combate,
y finalizará Dios sabe cuándo.
Mas al canto siguiente se difiera,
que nuevo asunto y grande nos espera.

autógrafo

Andrés Bello


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Incluido en Poesías Andrés Bello; prólogo de Fernando Paz Castillo, en www.cervantesvirtual.com